domingo, 24 de abril de 2011

Habitar la utopía Por Emilio Cafassi

Habitar la utopía
Por Emilio Cafassi
Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@sociales.uba.ar
Nunca supuse que el Uruguay fuera un raro paraíso político en el que la ciudadanía sujetara con sus manos el timón de su destino. Para ello sería necesaria una verdadera revolución política cuya encarnadura concreta la historia universal aún no ha conocido, aunque no son despreciables las contribuciones esqueléticas que legaron las revoluciones de los siglos XVIII y XIX. Sólo intenté hipotetizar que la inédita construcción de una izquierda unificada y compuesta por el más vasto arco iris ideológico y algunas tradiciones cívicas e institucionales del devenir nacional, daban una oportunidad tan inédita en la historia como esa misma herramienta política, desde el momento en que accedió al gobierno y obtuvo la mayoría en ambas cámaras legislativas. Oportunidad, para desanudar algunos de los dilemas irresueltos y las obturaciones dramáticas heredadas (como la vigencia de la ley de caducidad) y tal vez para comenzar a debatir y pergeñar tal posibilidad revolucionaria en el plano institucional. Quizás me obnubile la proximidad geográfica y cultural, el afecto y la calidez con que soy acogido en esta orilla, pero creo que, dentro del giro progresista latinoamericano, es el país que está en mejores condiciones de plantearse un debate crítico sobre el carácter fiduciario de la república representativa burguesa, sobre la burocratización y autonomización de las direcciones y representaciones delegativas, y sobre la brecha entre dirigentes y dirigidos.
Podrá objetárseme que, mucho antes que cuestiones de ingeniería político-institucional y de radicalización democrática, tenemos el drama vital de los segmentos sociales más expuestos a la pérdida de resguardos, derechos y horizontes culturales. Aquellos arrojados a la vera del camino por las políticas neoliberales y ante cuyos sufrimientos la izquierda no sólo no puede ser indiferente, sino que deberá dedicar sus mejores esfuerzos rescatistas. La presencia de un sólo hurgador de desechos, de un sólo asentamiento, del retorno y pervivencia de la tracción a sangre en el ejido urbano, de una sola persona en situación de calle, desafían la sensibilidad y convocan a la máxima concentración de esfuerzos. Es destacable el énfasis que el Presidente Electo está poniendo en la focalización de la asistencia y en consecuencia en la eficiente concentración de la inversión en materia de protección social o en la resolución del déficit habitacional, en la salud y la educación públicas, entre otras urgencias, aunque seré de los que se inscriben en la impaciencia y la prisa ante la molicie de sus menguados efectos inmediatos. Pero ya procesaré mis ansiedades, probablemente tumbado en un diván de psicoanalista.
En cualquier caso, parto del supuesto de que no es indispensable una revolución social para garantizar un umbral de bienes e ingresos materiales y culturales para la totalidad de la población desde el cuál pueda luego suponerse la existencia de una posible ciudadanía mínimamente efectiva. Basta con rectificar y compensar con humanismo y políticas focales de contención y apoyo social, la cosificación que el capitalismo hace de la humanidad, tratándola como un insumo más de su insaciable apetito de acumulación de riqueza material. Se tratará simplemente de que, cuando deseche a los hombres si no son funcionales a su proceso de valorización (al igual que descarta sus detritus industriales con indiferencia por la naturaleza) la política impida que queden aherrojados en los resumideros de la vida social o fluyan directamente hacia la muerte, en el ataúd de la desdicha.
Grandes tradiciones revolucionarias concibieron la revolución política como consecuencia casi mecánica e ineluctable de la revolución social, aunque no puedan aportar un sólo dato histórico confirmatorio de la secuencia. Buena parte de nuestro acervo teórico, tan pobre en materia de estrategias de distribución del poder decisional, adquiere un supuesto de verosimilitud que es necesario desmontar en sus pactos de sentido común. Pero no me interesa discutir sobre mitologías sino sobre el realismo de lo imposible que inspiró al mayo francés y que reverbera aún en la indignación popular aunque en ocasiones se tiña lamentablemente de indiferencia, y hasta de repulsión, por los asuntos de la polis. Inversamente, tras una apariencia pretendidamente revolucionaria e incansablemente militante, la concentración exclusiva de los esfuerzos hacia la revolución social, de incierto carácter y muy lejanas condiciones objetivas, se encubre una esencia profundamente conservadora y reproductora de la concentración de poder.
Sabía que en la contratapa del domingo anterior, introducía la pluma en una llaga abierta y supurante. No exponía allí nada teóricamente novedoso, sino que reactualizaba formulaciones ya vertidas en otras oportunidades, aplicándolas al caso del debate del senado del proyecto de ley interpretativa sobre la ley de caducidad. También suponía, como efectivamente sucedió, que los dolores de la escara iban a incrementar la recepción de mensajes de los lectores en mi casilla de mails. Para eso publico mi dirección personal y contesto a cada uno de los que me escriben. Si algo disfruto de este raro oficio es el diálogo con los lectores porque reduce un poco la soledad en que se ejerce. Nada me complace más que esta forma de contacto directo. Sobre todo entre compañeros.
De entre esos varios mails, no dejó de inquietarme uno de una compañera frenteamplista con honrosas responsabilidades representativas emanadas de su pueblo, cuya identidad obviamente no revelaré, y que me manifestaba su acuerdo con varios de mis artículos anteriores, pero se sentía desilusionada con mis argumentos (aunque sin molestarse en intentar refutar siquiera uno) además de proferir graves acusaciones hacia notorios dirigentes y grupos políticos integrantes del FA que no se detenían siquiera en el propio Mujica. Sin aportar una sola prueba ni haber formulado denuncia alguna ante la comisión de ética los acusaba (y de paso a mí) de traición. No pasaron muchas horas hasta responderle personalmente con magnitud casi idéntica a la de un artículo. Justamente porque se trata de una compañera.
No considero que la función de un intelectual sea contentar públicos ni cosechar aplausos, sino intentar formular las preguntas que subyacen en la realidad y subrayar las contradicciones sobre las que se asienta. Si ésta ilusiona o no, no es algo que considere a la hora de sentarme a escribir. Un intelectual crítico no es un vendedor de ilusiones. Las heridas no se curan renegándolas, ni con medicinas creadas ad hoc en la desesperación experimental. No creo en ningún caso que el planteamiento de las propias debilidades le haga el juego a la derecha, en ningún momento, lugar ni circunstancia. Por el contrario, creo que la derecha se alimenta de nuestras contradicciones, particularmente cuando son encubiertas por un manto de silencio o por el mero deseo de justicia y nuestras pasiones jugadas en ello. Nuestro colega y compañero Juan Gelman da por sentado que con la aprobación en la cámara de diputados se cumpliría con la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y podrían encontrarse los restos de su nuera, en un reportaje de ayer en el matutino “Público” de Madrid a propósito de la próxima publicación de su nuevo poemario.
Personalmente he eludido la cuestión estrictamente jurídica de la polémica ya que hay grandes constitucionalistas que se pronunciaron en consulta parlamentaria y no todos avalando esa salida legislativa. El mismo domingo pasado, simultáneamente a la contratapa de marras, en las páginas de este mismo diario, pero en el suplemento Bitácora, se publicó un artículo de Juan Errandonea, abogado copratrocinante de la familia Sabalsagaray en la causa por el homicidio de Nibia durante la dictadura, entre otras causas de DDHH promovidas por el Serpaj, además de haber sido preso político de los criminales. Sus consideraciones son muy diversas y merecen un análisis más detenido. Pero me centraré en su interrogación acerca de la existencia previa y actual de “un plan B”. “¿Alguien se ha puesto a pensar (se pregunta) en las consecuencias de que esa ley interpretativa pudiera ser declarada inconstitucional por Suprema Corte de Justicia? Los militares que hubieran sido procesados en aplicación de aquella ley, recobrarían de inmediato su libertad”.
He pasado buena parte de mi vida militando por los derechos humanos, desde el reclamo de la liberación de los presos políticos en el exterior hasta las luchas actuales. Y en consecuencia también entre abogados dedicados a estas causas, incluyendo la mía propia que llevó mi caso a la SCJ argentina ganándolo y logrando jurisprudencia en materia de habeas corpus preventivo. Como todos los abogados, tienen también sus deformaciones profesionales, pero en su propio oficio están ínsitas las instancias de apelación, la elaboración de estrategias y planes alternativos en un contexto querellante. Allí cita nada menos que a Pérez Pérez, constitucionalista y ex decano de la facultad de derecho y miembro uruguayo de la CI, para quién sería preferible abordar el tema de los plazos de prescripción que pueden extenderse por ley, antes que embarcarse en esta aventura legislativa. El autor concluye ironizando que encenderá velas desde ahora para que la SCJ no declare inconstitucional la ley interpretativa. No honra la lucha contra la impunidad que terminemos dependiendo del ardor de velas, ni de súplicas a la divinidad si podemos labrar nuestro propio destino.
Cualquier frontera que pretenda trazarse sobre la exclusión del movimiento contra la impunidad de quienes duden de la táctica legislativa, sólo debilitará la lucha. No me constan los pactos conspirativos ni tengo por qué dudar de las desmentidas de los aludidos. Hay muchos puentes a construir entre la producción de conocimientos y la política, para lo cual es indispensable tanto revalorizar la politización del conocimiento como poner en cuestión el conocimiento de la llamada “politización”.
Parafraseando a Gelman, si la utopía es un país que visitamos todas las noches, nos falta aún obtener el permiso de residencia o decidirnos a habitarla sin permiso.

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