miércoles, 6 de abril de 2011

el arte de amar Erich FROMM

El Arte de Amar
Erich Fromm

PREFACIO

La lectura de este libro defraudará a quien espere fáciles enseñanzas en el arte de amar. Por el contrario, la finalidad del libro es demostrar que el amor no es un sentimiento fácil para nadie,
sea cual fuere el grado de madurez alcanzado. Su finalidad es convencer al lector de que todos
sus intentos de amar están condenados al fracaso, a menos que procure, del modo más activo, desarrollar su personalidad total, en forma de alcanzar una orientación productiva; y de que la
satisfacción en el amor individual no puede lograrse sin la capacidad de amar al prójimo, sin
humildad, coraje, fe y disciplina. En una cultura en la cual esas cualidades son raras, también ha
de ser rara la capacidad de amar. Quien no lo crea, que se pregunte a sí mismo a cuántas
personas verdaderamente capaces de amar ha conocido.
Pero la dificultad de la empresa no debe inducir a que se abstenga uno de tratar de conocer las
dificultades y las condiciones de su consecución. A fin de evitar complicaciones innecesarias he
procurado tratar el problema, en la mayor medida posible, en un lenguaje no técnico. Por la
misma razón he hecho la menor cantidad de referencias a la literatura sobre el amor.
Otro problema que no pude resolver en forma enteramente satisfactoria, fue el de evitar la
repetición de ideas expuestas en algunos de mis libros anteriores.
En particular, es el lector familiarizado con El miedo a la libertad, Ética y psicoanálisis, y
Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, quien encontrará en el presente libro muchas ideas
expresadas ya en aquéllos. Sin embargo, El arte de amar en modo alguno es una recapitulación.
Presenta muchas ideas más allá de las anteriormente expresadas, y, como es natural, también
las viejas adquieren a veces perspectivas nuevas por el hecho de centrarse alrededor de un
tema, el del arte de amar.

ERICH FROMM

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Quien no conoce nada, no ama nada. Quien no puede hacer nada, no comprende nada. Quien
nada comprende, nada vale. Pero quien comprende también ama, observa, ve... Cuanto mayor
es el conocimiento inherente a una cosa, más grande es el amor... Quien cree que todas las
frutas maduran al mismo tiempo que las frutillas nada sabe acerca de las uvas.

PARACELSO

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I. ¿ES EL AMOR UN ARTE?
¿Es el amor un arte? En tal caso, requiere conocimiento y esfuerzo.
¿O es el amor una sensación placentera, cuya experiencia es una
cuestión de azar, algo con lo que uno «tropieza» si tiene suerte? Este libro se basa en la primera premisa, si bien es indudable que la mayoría de la gente de hoy cree en la segunda.

No se trata de que la gente piense que el amor carece de importancia. En realidad, todos están sedientos de amor; ven innumerables películas basadas en historias de amor felices y
desgraciadas, escuchan centenares de canciones triviales que hablan
del amor, y, sin embargo, casi nadie piensa que hay algo que
aprender acerca del amor.

Esa peculiar actitud se basa en varias premisas que, individualmente

o combinadas, tienden a sustentarla. Para la mayoría de la gente, el
problema del amor consiste fundamentalmente en ser amado, y no en
amar, no en la propia capacidad de amar. De ahí que para ellos el
problema sea cómo lograr que se los ame, cómo ser dignos de amor.
Para alcanzar ese objetivo, siguen varios caminos. Uno de ellos,
utilizado en especial por los hombres, es tener éxito, ser tan
poderoso y rico como lo permita el margen social de la propia
posición. Otro, usado particularmente por las mujeres, consiste en ser
atractivas, por medio del cuidado del cuerpo, la ropa, etc. Existen
otras formas de hacerse atractivo, que utilizan tanto los hombres
como las mujeres, tales como tener modales agradables y
conversación interesante, ser útil, modesto, inofensivo. Muchas de
las formas de hacerse querer son iguales a las que se utilizan para
alcanzar el éxito, para «ganar amigos e influir sobre la gente». En
realidad, lo que para la mayoría de la gente de nuestra cultura
equivale a digno de ser amado es, en esencia, una mezcla de
popularidad y sex-appeal.
La segunda premisa que sustenta la actitud de que no hay nada que
aprender sobre el amor, es la suposición de que el problema del amor
es el de un objeto y no de una facultad. La gente cree que amar es
sencillo y lo difícil encontrar un objeto apropiado para amar -o para
ser amado por él-. Tal actitud tiene varias causas, arraigadas en el
desarrollo de la sociedad moderna. Una de ellas es la profunda

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transformación que se produjo en el siglo veinte con respecto a la
elección del «objeto amoroso». En la era victoriana, así como en
muchas culturas tradicionales, el amor no era generalmente una
experiencia personal espontánea que podía llevar al matrimonio. Por
el contrario, el matrimonio se efectuaba por un convenio -entre las
respectivas familias o por medio de un agente matrimonial, o también
sin la ayuda de tales intermediarios; se realizaba sobre la base de
consideraciones sociales, partiendo de la premisa de que el amor
surgiría después de concertado el matrimonio-. En las últimas
generaciones el concepto de amor romántico se ha hecho casi
universal en el mundo occidental. En los Estados Unidos de
Norteamérica, si bien no faltan consideraciones de índole
convencional, la mayoría de la gente aspira a encontrar un «amor
romántico», a tener una experiencia personal del amor que lleve
luego al matrimonio. Ese nuevo concepto de la libertad en el amor
debe haber acrecentado enormemente la importancia del objeto
frente a la de la función.

Hay en la cultura contemporánea otro rasgo característico,
estrechamente vinculado con ese factor. Toda nuestra cultura está
basada en el deseo de comprar, en la idea de un intercambio
mutuamente favorable. La felicidad del hombre moderno consiste en
la excitación de contemplar las vidrieras de los negocios, y en
comprar todo lo que pueda, ya sea al contado o a plazos. El hombre
(o la mujer) considera a la gente en una forma similar. Una mujer o un
hombre atractivos son los premios que se quiere conseguir.
«Atractivo» significa habitualmente un buen conjunto de cualidades
que son populares y por las cuales hay demanda en el mercado de la
personalidad. Las características específicas que hacen atractiva a
una persona dependen de la moda de la época, tanto física como
mentalmente. Durante los años que siguieron a la Primera Guerra
Mundial, una joven que bebía y fumaba, emprendedora y sexualmente
provocadora, resultaba atractiva; hoy en día la moda exige
más domesticidad y recato. A fines del siglo XIX y comienzos de éste,
un hombre debía ser agresivo y ambicioso -hoy tiene que ser sociable
y tolerante- para resultar atractivo. De cualquier manera, la sensación
de enamorarse sólo se desarrolla con respecto a las mercaderías
humanas que están dentro de nuestras posibilidades de intercambio.
Quiero hacer un buen negocio; el objeto debe ser deseable desde el
punto de vista de su valor social y, al mismo tiempo, debo resultarle

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deseable, teniendo en cuenta mis valores y potencialidades manifiestas
y ocultas. De ese modo, dos personas se enamoran cuando
sienten que han encontrado el mejor objeto disponible en el mercado,
dentro de los límites impuestos por sus propios valores de
intercambio. Lo mismo que cuando se compran bienes raíces, suele
ocurrir que las potencialidades ocultas susceptibles de desarrollo
desempeñan un papel de considerable importancia en tal transacción.
En una cultura en la que prevalece la orientación mercantil y en la
que el éxito material constituye el valor predominante, no hay en
realidad motivos para sorprenderse de que las relaciones amorosas
humanas sigan el mismo esquema de intercambio que gobierna el
mercado de bienes y de trabajo.

El tercer error que lleva a suponer que no hay nada que aprender
sobre el amor, radica en la confusión entre la experiencia inicial del
"enamorarse" y la situación permanente de estar enamorado, o,
mejor dicho, de «permanecer» enamorado. Si dos personas que son
desconocidas la una para la otra, como lo somos todos, dejan caer de
pronto la barrera que las separa, y se sienten cercanas, se sienten
uno, ese momento de unidad constituye uno de los más estimulantes
y excitantes de la vida. Y resulta aún más maravilloso y milagroso
para aquellas personas que han vivido encerradas, aisladas, sin
amor. Ese milagro de súbita intimidad suele verse facilitado si se
combina o inicia con la atracción sexual y su consumación. Sin
embargo, tal tipo de amor es, por su misma naturaleza, poco
duradero. Las dos personas llegan a conocerse bien, su intimidad
pierde cada vez más su carácter milagroso, hasta que su
antagonismo, sus desilusiones, su aburrimiento mutuo, terminan por
matar lo que pueda quedar de la excitación inicial. No obstante, al
comienzo no saben todo esto: en realidad, consideran la intensidad
del apasionamiento, ese estar «locos» el uno por el otro, como una
prueba de la intensidad de su amor, cuando sólo muestra el grado de
su soledad anterior.

Esa actitud -que no hay nada más fácil que amar- sigue siendo la
idea prevaleciente sobre el amor, a pesar de las abrumadoras
pruebas-de lo contrario. Prácticamente no existe ninguna otra
actividad o empresa que se inicie con tan tremendas esperanzas y
expectaciones, y que, no obstante, fracase tan a menudo como el
amor. Si ello ocurriera con cualquier otra actividad, la gente estaría

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ansiosa por conocer los motivos del fracaso y por corregir sus errores
-o renunciaría a la actividad-. Puesto que lo último es imposible en el
caso del amor, sólo parece haber una forma adecuada de superar el
fracaso del amor, y es examinar las causas de tal fracaso y estudiar
el significado del amor.

El primer paso a dar es tomar conciencia de que el amor es un arte,
tal como es un arte el vivir. Si deseamos aprender a amar debemos
proceder en la misma forma en que lo haríamos si quisiéramos
aprender cualquier otro arte, música, pintura, carpintería o el arte de
la medicina o la ingeniería.

¿Cuáles son los pasos necesarios para aprender cualquier arte?

El proceso de aprender un arte puede dividirse convenientemente en
dos partes: una, el dominio de la teoría; la otra, el dominio de la
práctica. Si quiero aprender el arte de la medicina, primero debo
conocer los hechos relativos al cuerpo humano y a las diversas
enfermedades. Una vez adquirido todo ese conocimiento teórico, aún
no soy en modo alguno competente en el arte de la medicina. Sólo
llegaré a dominarlo después de mucha práctica, hasta que
eventualmente los resultados de mi conocimiento teórico y los de mi
práctica se fundan en uno, mi intuición, que es la esencia del dominio
de cualquier arte. Pero aparte del aprendizaje de la teoría y la
práctica, un tercer factor es necesario para llegar a dominar cualquier
arte -el dominio de ese arte debe ser un asunto de fundamental importancia;
nada en el mundo debe ser más importante que el arte.
Esto es válido para la música, la medicina, la carpintería y el amor-. Y
quizá radique ahí el motivo de que la gente de nuestra cultura, a
pesar de sus evidentes fracasos, sólo en tan contadas ocasiones
trata de aprender ese arte. No obstante el profundo anhelo de amor,
casi todo lo demás tiene más importancia que el amor: éxito,
prestigio, dinero, poder; dedicamos casi toda nuestra energía a
descubrir la forma de alcanzar esos objetivos y muy poca a aprender
el arte del amor.
¿Sucede acaso que sólo se consideran dignas de ser aprendidas las
cosas que pueden proporcionarnos dinero o prestigio, y que el amor,
que «sólo» beneficia al alma, pero que no proporciona ventajas en el
sentido moderno, sea un lujo por el cual no tenemos derecho a gastar
muchas energías? Sea como fuere, este estudio ha de referirse al
arte de amar en el sentido de las divisiones antes mencionadas:
primero, examinaré la teoría del amor -lo cual abarcará la mayor parte
del libro-, y luego analizaré la práctica del amor, si bien es muy poco
lo que puede decirse sobre la práctica de éste como en cualquier otro
campo.

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II. LA TEORÍA DEL AMOR
1. EL AMOR, LA RESPUESTA AL PROBLEMA DE LA EXISTENCIA
HUMANA
Cualquier teoría del amor debe comenzar con una teoría del hombre,
de la existencia humana. Si bien encontramos amor, o más bien, el
equivalente del amor, en los animales, sus afectos constituyen
fundamentalmente una parte de su equipo instintivo, del que sólo
algunos restos operan en el hombre. Lo esencial en la existencia del
hombre es el hecho de que ha emergido del reino animal, de la
adaptación instintiva, de que ha trascendido la naturaleza -si bien
jamás la abandona y siempre forma parte de ella- y, sin embargo, una
vez que se ha arrancado de la naturaleza, ya no puede retornar a
ella, una vez arrojado del paraíso -un estado de unidad original con la
naturaleza- querubines con espadas flameantes le impiden el paso si
trata de regresar. El hombre sólo puede ir hacia adelante
desarrollando su razón, encontrando una nueva armonía humana en
reemplazo de la prehumana que está irremediablemente perdida.
Cuando el hombre nace, tanto la raza humana como el individuo, se
ve arrojado de una situación definida, tan definida como los instintos,
hacia una situación indefinida, incierta, abierta. Sólo existe certeza
con respecto al pasado, y con respecto al futuro, la certeza de la
muerte.

El hombre está dotado de razón, es vida consciente de sí misma;
tiene conciencia de sí mismo, de sus semejantes, de su pasado y de
las posibilidades de su futuro. Esa conciencia de sí mismo como una

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entidad separada, la conciencia de su breve lapso de vida, del hecho
de que nace sin que intervenga su voluntad y ha de morir contra su
voluntad, de que morirá antes que los que ama, o éstos antes que él,
la conciencia de su soledad y su «separatidad» *, de su desvalidez
frente a las fuerzas de la naturaleza y de la sociedad, todo ello hace
de su existencia separada y desunida una insoportable prisión. Se
volvería loco si no pudiera liberarse de su prisión y extender la mano
para unirse en una u otra forma con los demás hombres, con el
mundo exterior.

La vivencia de la separatidad provoca angustia; es, por cierto, la
fuente de toda angustia. Estar separado significa estar aislado, sin
posibilidad alguna para utilizar mis poderes huma nos. De ahí que
estar separado signifique estar desvalido, ser incapaz de aferrar el
mundo -las cosas y las personas- activamente; significa que el mundo
puede invadirme sin que yo pueda reaccionar. Así, pues, la
separatidad es la fuente de una intensa angustia. Por otra parte,
produce vergüenza y un sentimiento de culpa. El relato bíblico de
Adán y Eva expresa esa experiencia de culpa y vergüenza en la
separatidad. Después de haber comido Adán y Eva del fruto del
«árbol del conocimiento del bien y del mal», después de haber
desobedecido (el bien y el mal no existen si no hay libertad para
desobedecer), después de haberse vuelto humanos al emanciparse
de la originaria armonía animal con la naturaleza, es decir, después
de su nacimiento como seres humanos, vieron «que estaban desnudos
y tuvieron vergüenza». ¿Debemos suponer que un mito tan
antiguo y elemental como ése comparte la mojigatería del enfoque
moralista del siglo XIX, y que el punto importante que el relato quiere
transmitirnos es la turbación de Adán y Eva porque sus genitales eran
visibles? Es muy difícil que así sea, y si interpretamos el relato con un
espíritu victoriano, pasamos por alto el punto principal, que parece
ser el siguiente: después que hombre y mujer se hicieron conscientes
de sí mismos y del otro, tuvieron conciencia de su separatidad, y de
la diferencia entre ambos, en la medida en que pertenecían a sexos
distintos. Pero, al reconocer su separatidad, siguen siendo
desconocidos el uno para el otro, porque aún no han aprendido a
amarse (como lo demuestra el hecho de que Adán se defiende, acusando
a Eva, en lugar de tratar de defenderla). La conciencia de la
separación humana -sin la reunión por el amor- es la fuente de la
vergüenza. Es, al mismo tiempo, la fuente de la culpa y la angustia.

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La necesidad más profunda del hombre es, entonces, la necesidad
de superar su separatidad, de abandonar la prisión de su soledad. El
fracaso absoluto en el logro de tal finalidad significa la locura, porque
el pánico del aislamiento total sólo puede vencerse por medio de un
retraimiento tan radical del mundo exterior que el sentimiento de
separación se desvanece -porque el mundo exterior, del cual se está
separado, ha desaparecido-.

El hombre -de todas las edades y culturas- enfrenta la solución de un
problema que es siempre el mismo: el problema de cómo superar la
separatidad, cómo lograr la unión, cómo trascender la propia vida
individual y encontrar compensación. El problema es el mismo para el
hombre primitivo que habita en cavernas, el nómada que cuida de
sus rebaños, el pastor egipcio, el mercader fenicio, el soldado
romano, el monje medieval, el samurai japonés, el empleado y el
obrero modernos. El problema es el mismo, puesto que surge del
mismo terreno: la situación humana, las condiciones de la existencia
humana. La respuesta varía. La solución puede alcanzarse por medio
de la adoración de animales, del sacrificio humano o las conquistas
militares, por la complacencia en la lujuria, el renunciamiento
ascético, el trabajo obsesivo, la creación artística, el amor a Dios y el
amor al Hombre. Y si bien las respuestas son muchas -su crónica
constituye la historia humana- no son, empero, innumerables. Por el
contrario, en cuanto se dejan de lado las diferencias menores, que
corresponden más a la periferia que al centro, se descubre que el
hombre sólo ha dado un número limitado de respuestas, y que no
pudo haber dado más, en las diversas culturas en que vivió. La
historia de la religión y de la filosofía es la historia de esas
respuestas, de su diversidad, así como de su limitación en cuanto al
número.

Las respuestas dependen, en cierta medida, del grado de individualización
alcanzado por el individuo. En el infante, la yoidad se
ha desarrollado apenas; él aún se siente uno con su madre, no
experimenta el sentimiento de separatidad mientras su madre está
presente. Su sensación de soledad es creada por la presencia física
de la madre, sus pechos, su piel. Sólo en el grado que el niño
desarrolla su sensación de separatidad e individualidad, la presencia
física de la madre deja de ser suficiente y surge la necesidad de
superar de otras maneras la separatidad.

De manera similar, la raza humana, en su infancia, se siente una con
la naturaleza. El suelo, los animales, las plantas, constituyen aún el
mundo del hombre, quien se identifica con los animales, como lo
expresa el uso que hace de máscaras animales, la adoración de un
animal totémico o de dioses animales. Pero cuanto más se libera la
raza humana de tales vínculos primarios, más intensa se torna la
necesidad de encontrar nuevas formas de escapar del estado de
separación.

Una forma de alcanzar tal objetivo consiste en diversas clases de
estados orgiásticos. Estos pueden tener la forma de un trance
autoinducido, a veces con la ayuda de drogas. Muchos rituales de
tribus primitivas ofrecen un vívido cuadro de ese tipo de solución. En
un estado transitorio de exaltación, el mundo exterior desaparece, y
con él el sentimiento de separatidad con respecto al mismo. Puesto
que tales rituales se practican en común, se agrega una experiencia
de fusión con el grupo que hace aún más efectiva esa solución. En
estrecha relación con la solución orgiástica, y frecuentemente unida a
ella, está la experiencia sexual. El orgasmo sexual puede producir un
estado similar al provocado por un trance o a los efectos de ciertas
drogas. Los ritos de orgías sexuales comunales formaban parte de
muchos rituales primitivos. Según parece, el hombre puede seguir
durante cierto tiempo, después de la experiencia orgiástica, sin sufrir
demasiado a causa de su separatidad. Lentamente, la tensión de la
angustia comienza a aumentar, y disminuye otra vez por medio de la
repetición del ritual.

Mientras tales estados orgiásticos constituyen una práctica común en
una tribu, no producen angustia o culpa. Participar en ellos es
correcto, e inclusive es virtuoso, puesto que constituyen una forma
compartida por todos, aprobada y exigida por los médicos brujos o los
sacerdotes; de ahí que no existan motivos para sentirse culpable o
avergonzado. La situación es enteramente distinta cuando un
individuo elige esa solución en una cultura que ha dejado atrás tales
prácticas comunes. En una cultura no orgiástica, el alcohol y las
drogas son los medios a su disposición. En contraste con los que
participan en la solución socialmente aceptada, tales individuos

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experimentan sentimientos de culpa y remordimiento. Tratan de
escapar de la separatidad refugiándose en el alcohol o las drogas;
pero cuando la experiencia orgiástica concluye, se sienten más separados
aún, y ello los impulsa a recurrir a tal experiencia con
frecuencia e intensidad crecientes. La solución orgiástica sexual
presenta leves diferencias. En cierta medida, constituye una forma
natural y normal de superar la separatidad, y una solución parcial al
problema del aislamiento. Pero en muchos individuos que no pueden
aliviar de otras maneras el estado de separación, la búsqueda del
orgasmo sexual asume un carácter que lo asemeja bastante al
alcoholismo o la afición a las drogas. Se convierte en un desesperado
intento de escapar a la angustia que engendra la separatidad y
provoca una sensación cada vez mayor de separación, puesto que el
acto sexual sin amor nunca elimina el abismo que existe entre dos
seres humanos, excepto en forma momentánea.

Todas las formas de unión orgiástica tienen tres características: son
intensas, incluso violentas; ocurren en la personalidad total, mente y
cuerpo; son transitorias y periódicas. Exactamente lo contrario ocurre
en esa forma de unión que está lejos de ser la solución que con
mayor frecuencia eligió el hombre en el pasado y en el presente: la
unión basada en la conformidad con el grupo, sus costumbres,
prácticas y creencias. Volvemos a encontrar aquí una evolución
considerable.

En una sociedad primitiva el grupo es pequeño; está integrado por
aquellos que comparten la sangre y el suelo. Con el desarrollo
creciente de la cultura, el grupo se extiende; se con vierte en la
ciudadanía de una polis, de un gran Estado, los miembros de una
iglesia. Hasta el romano indigente se sentía orgulloso de poder decir
civis romanus sum; Roma y el Imperio eran su familia, su hogar, su
mundo. También en la sociedad occidental contemporánea la unión
con el grupo es la forma predominante de superar el estado de
separación. Se trata de una unión en la que el ser individual
desaparece en gran medida, y cuya finalidad es la pertenencia al
rebaño. Si soy como todos los demás, si no tengo sentimientos o
pensamientos que me hagan diferente, si me adapto en las costumbres,
las ropas, las ideas, al patrón del grupo, estoy salvado; salvado
de la temible experiencia dé la soledad. Los sistemas dictatoriales
utilizan amenazas y el terror para inducir esta conformidad; los países

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democráticos, la sugestión y la propaganda. Indudablemente, hay
una gran diferencia entre los dos sistemas. En las democracias, la no
conformidad es posible, y en realidad, no está totalmente ausente; en
los sistemas totalitarios, sólo unos pocos héroes y mártires insólitos
se niegan a obedecer. Pero, a pesar de esa diferencia, las
sociedades democráticas muestran un abrumador grado de
conformidad. La razón radica en el hecho de que debe existir una
respuesta a la búsqueda de unión, y, a falta de una distinta o mejor,
la conformidad con el rebaño se convierte en la forma predominante.
El poder del miedo a ser diferente, a estar solo unos pocos pasos
alejado del rebaño, resulta evidente si se piensa cuán profunda es la
necesidad de no estar separado. A veces el temor a la no
conformidad se racionaliza como miedo a los peligros prácticos que
podrían amenazar al rebelde. Pero en realidad la gente quiere
someterse en un grado mucho más alto de lo que está obligada a
hacerlo, por lo menos en las democracias occidentales.

La mayoría de las gentes ni siquiera tienen conciencia de su
necesidad de conformismo. Viven con la ilusión de que son
individualistas, de que han llegado a determinadas conclusiones
como resultado de sus propios pensamientos -y que simplemente
sucede que sus ideas son iguales que las de la mayoría-. El
consenso de todos sirve como prueba de la corrección de «sus»
ideas. Puesto que aún tienen necesidad de sentir alguna
individualidad, tal necesidad se satisface en lo relativo a diferencias
menores; las iniciales en la cartera o en la camisa, la afiliación al
partido Demócrata en lugar del Republicano, a los Elks en vez de los
Shriners, se convierte en la expresión de las diferencias individuales.
El lema publicitario «es distinto» nos demuestra esa patética
necesidad de diferencia, cuando, en realidad, casi no existe ninguna.

Esa creciente tendencia a eliminar las diferencias se relaciona
estrechamente con el concepto y la experiencia de igualdad, tal como
se está desarrollando en las sociedades industria les más avanzadas.
En un contexto religioso, igualdad significó que todos somos hijos de
Dios, que todos compartimos la misma sustancia humano-divina, que
todos somos uno. Significaba también que deben respetarse las
diferencias entre los individuos, que, si bien es cierto que todos
somos uno, también lo es que cada uno de nosotros constituye una
entidad única, un cosmos en si mismo. Tal convicción acerca de la

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unicidad del individuo se expresa, por ejemplo, en la sentencia talmúdica:
«Quien salva una sola vida, es como si hubiera salvado a
todo el mundo; quien destruye una sola vida, es como si hubiera
destruido a todo el mundo.» La igualdad como una condición para el
desarrollo de la individualidad fue, asimismo, el significado de este
concepto en la filosofía del iluminismo occidental. Denotaba (como lo
formuló muy claramente Kant) que ningún hombre debe ser un medio
para que otro hombre realice sus fines. Que todos los hombres son
iguales en la medida en que son finalidades, y sólo finalidades, y
nunca medios los unos para los otros. Continuando las ideas del
iluminismo, los pensadores socialistas de diversas escuelas
definieron la igualdad como la abolición de la explotación, del uso del
hombre por el hombre, fuera ese uso cruel o «humanitario».

En la sociedad capitalista contemporánea, el significado del término
igualdad se ha transformado. Por él se entiende la igualdad de los
autómatas, de hombres que han perdido su individualidad. Hoy en
día, igualdad significa «identidad» antes que «unidad». Es la
identidad de las abstracciones, de los hombres que trabajan en los
mismos empleos, que tienen idénticas diversiones, que leen los
mismos periódicos, que tienen idénticos pensamientos e ideas. En
este sentido, también deben recibirse con cierto escepticismo algunas
conquistas generalmente celebradas como signos de progreso, tales
como la igualdad de las mujeres. Me parece innecesario aclarar que
no estoy en contra de tal igualdad; pero los aspectos positivos de esa
tendencia a la igualdad no deben engañarnos. Forman parte del
movimiento hacia la eliminación de las diferencias. Tal es el precio
que se paga por la igualdad: las mujeres son iguales porque ya no
son diferentes. La proposición de la filosofía del iluminismo, l´ame n'a
pas de sexe, el alma no tiene sexo, se ha convertido en práctica
general. La polaridad de los sexos está desapareciendo, y con ella el
amor erótico, que se basa en dicha polaridad. Hombres y mujeres
son idénticos, no iguales como polos opuestos. La sociedad
contemporánea predica el ideal de la igualdad no individualizada,
porque necesita átomos humanos, todos idénticos, para hacerlos
funcionar en masa, suavemente, sin fricción; todos obedecen las
mismas órdenes, y no obstante, todos están convencidos de que
siguen sus propios deseos. Así como la moderna producción en
masa requiere la estandarización de los productos, así el proceso

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social requiere la estandarización del hombre, y esa estandarización
es llamada «igualdad».

La unión por la conformidad no es intensa y violenta; es calma,
dictada por la rutina, y por ello mismo, suele resultar insuficiente para
aliviar la angustia de la separatidad. La frecuencia del alcoholismo, la
afición a las drogas, la sexualidad compulsiva y el suicidio en la
sociedad occidental contemporánea constituyen los síntomas de ese
fracaso relativo de la conformidad tipo rebaño. Más aún, tal solución
afecta fundamentalmente a la mente, y no al cuerpo, por lo cual es
menos efectiva que las soluciones orgiásticas. La conformidad tipo
rebaño ofrece tan sólo una ventaja: es permanente, y no espasmódica.
El individuo es introducido en el patrón de conformidad a la
edad de tres o cuatro años, y a partir de ese momento, nunca pierde
el contacto con el rebaño. Aun su funeral, que él anticipa como su
última actividad social importante, está estrictamente de acuerdo con
el patrón.

Además de la conformidad como forma de aliviar la angustia que
surge de la separatidad, debemos considerar otro factor de la vida
contemporánea: el papel de la rutina en el trabajo yen el placer. El
hombre se convierte en «ocho horas de trabajo», forma parte de la
fuerza laboral, de la fuerza burocrática de empleados y empresarios.
Tiene muy poca iniciativa, sus tareas están prescritas por la
organización del trabajo; incluso hay muy poca diferencia entre los
que están en los peldaños inferiores de la escala y los que han
llegado más arriba. Aun los sentimientos están prescritos: alegría,
tolerancia, responsabilidad, ambición y habilidad para llevarse bien
con todo el mundo sin inconvenientes. Las diversiones están
rutinizadas en forma similar, aunque notan drástica. Los clubs del
libro seleccionan el material de lectura; los dueños de cinematógrafos
y salas de espectáculos, las películas, y pagan, además, la
propaganda respectiva; el resto también es uniforme: el paseo en
auto del domingo, la sesión de televisión, la partida de naipes, las
reuniones sociales. Desde el nacimiento hasta la muerte, de lunes a
lunes, de la mañana a la noche: todas las actividades están
rutinizadas y prefabricadas. ¿Cómo puede un hombre preso en esa
red de actividades rutinarias recordar que es un hombre, un individuo
único, al que sólo le ha sido otorgada una única oportunidad de vivir,
con esperanzas y desilusiones, con dolor y temor, con el anhelo de
amar y el miedo a la nada y a la separatidad?

Una tercera manera de lograr la unión reside en la actividad
creadora, sea la del artista o la del artesano. En cualquier tipo de
tarea creadora, la persona que crea se une con su material, que
representa el mundo exterior a él. Sea un carpintero que construye
una mesa, un joyero que fabrica una joya, el campesino que siembra
el trigo o el pintor que pinta una tela, en todos los tipos de trabajo
creador el individuo y su objeto se tornan uno, el hombre se une al
mundo en el proceso de creación. Esto, sin embargo, sólo es válido
para el trabajo productivo, para la tarea en la que yo planeo,
produzco, veo el resultado de mi labor. Actualmente en el proceso de
trabajo de un empleado o un obrero en la interminable cadena, poco
queda de esa cualidad unificadora del trabajo. El trabajador se convierte
en un apéndice de la máquina o de la organización burocrática.
Ha dejado de ser él, y por eso mismo no se produce ninguna unión
aparte de la que se logra por medio de la conformidad.

La unidad alcanzada por medio del trabajo productivo no es
interpersonal; la que se logra en la fusión orgiástica es transitoria; la
proporcionada por la conformidad es sólo pseudounidad. Por lo tanto,
constituyen meras respuestas parciales al problema de la existencia.
La solución plena está en el logro de la unión interpersonal, la fusión
con otra persona, en el amor.

Ese deseo de fusión interpersonal es el impulso más poderoso que
existe en el hombre. Constituye su pasión más fundamental, la fuerza
que sostiene a la raza humana, al clan, a la familia y a la sociedad.
La incapacidad para alcanzarlo significa insania o destrucción -de sí
mismo o de los demás-. Sin amor, la humanidad no podría existir un
día más. Sin embargo, si llamamos «amor» al logro de la unión
interpersonal, nos vemos frente a una seria dificultad. La fusión
puede lograrse en distintas formas -y las diferencias no son menos
significativas que lo que tienen de común las diversas formas del
amor-. ¿Deberíamos llamar amor a todas ellas? ¿O tendríamos que
reservar la palabra amor únicamente para una forma específica de
unión, una forma que ha sido la virtud ideal de todas las grandes
religiones y sistemas filosóficos humanísticos en los cuatro mil años
de historia occidental y oriental?

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Como ocurre con todas las dificultades semánticas, la respuesta sólo
puede ser arbitraria. Lo importante es que sepamos a qué clase de
unión nos referimos cuando hablamos de amor. ¿Trátase del amor
como solución madura al problema de la existencia, o nos referimos a
esas formas inmaduras de amar que podríamos llamar unión
simbiótica? En los pasajes siguientes sólo usaré el término amor para
designar la primera alternativa. Comenzaré el examen del «amor»
con la segunda.

La unión simbiótica tiene su patrón biológico en la relación entre la
madre embarazada y el feto. Son dos y, sin embargo, uno solo. Viven
«juntos» (sym-biosis), se necesitan mutuamente. El feto es parte de
la madre y recibe de ella cuanto necesita; la madre es su mundo, por
así decirlo; lo alimenta, lo protege, pero también su propia vida se ve
realzada por él. En la unión simbiótica psíquica, los dos cuerpos son
independientes, pero psicológicamente existe el mismo tipo de
relación.

La forma pasiva de la unión simbiótica es la sumisión, o, para usar un
término clínico, el masoquismo. La persona masoquista escapa del
intolerable sentimiento de aislamiento y separatidad convirtiéndose
en una parte de otra persona que la dirige, la guía, la protege, que es
su vida y el aire que respira, por así decirlo. Se exagera el poder de
aquel al que uno se somete, se trate de una persona o de un dios; él
es todo, yo soy nada, salvo en la medida en que formo parte de él.
Como tal, comparto su grandeza, su poder, su seguridad. La persona
masoquista no tiene que tomar decisiones, ni correr riesgos; nunca
está sola, pero no es independiente; carece de integridad; no ha
nacido aún totalmente. En un contexto religioso, el objeto de la
adoración recibe el nombre de ídolo; en el contexto secular de la
relación amorosa masoquista, el mecanismo esencial, de idolatría, es
el mismo. La relación masoquista puede estar mezclada con deseo
físico, sexual; en tal caso, trátase de una sumisión de la que no sólo
participa la mente, sino también todo el cuerpo. Puede ser una
sumisión masoquista ante el destino, la enfermedad, la música
rítmica, el estado orgiástico producido por drogas o por un trance
hipnótico; en todos los casos la persona renuncia a su integridad, se
convierte en un instrumento de alguien o algo exterior a él; no
necesita resolver el problema de la existencia por medio de la
actividad productiva.
La forma activa de la fusión simbiótica es la dominación, o, para
utilizar el término correspondiente a masoquismo, el sadismo. La
persona sádica quiere escapar de su soledad y de su sensación de
estar aprisionada haciendo de otro individuo una parte de sí misma.
Se siente acrecentada y realzada incorporando a otra persona, que la
adora.

La persona sádica es tan dependiente de la sumisa como ésta de
aquélla; ninguna de las dos puede vivir sin la otra. La diferencia sólo
radica en que la persona sádica domina, explota, lastima y humilla, y
la masoquista es dominada, explotada, lastimada y humillada. En un
sentido realista, la diferencia es considerable; en un sentido
emocional profundo, la diferencia no es mayor que lo que ambas
tienen en común: la fusión sin integridad. Desde ese punto de vista,
tampoco es sorprendente encontrar que, por lo general, una persona
reacciona tanto en forma sádica como masoquista, habitualmente con
respecto a objetos diferentes. Hitler reaccionaba sádicamente frente
al pueblo, pero con una actitud masoquista hacia el destino, la
historia, el «poder superior» de la naturaleza. Su fin –el suicidio en
medio de la destrucción general- es tan característico como lo fueron
sus sueños de éxito -el dominio total-.

En contraste con la unión simbiótica, el amor maduro significa unión a
condición de preservar la propia integridad, la propia individualidad.
El amor es un poder activo en el hombre; un poder que atraviesa las
barreras que separan al hombre de sus semejantes y lo une a los
demás; el amor lo capacita para superar su sentimiento de
aislamiento y separatidad, y no obstante le permite ser él mismo,
mantener su integridad. En el amor se da la paradoja de dos seres
que se convierten en uno y, no obstante, siguen siendo dos.

Si decimos que el amor es una actividad, nos vemos frente a una
dificultad que reside en el significado ambiguo de la palabra
«actividad». En el sentido moderno del término, «actividad» denota
una acción que, mediante un gasto de energía, produce un cambio en
la situación existente. Así, un hombre es activo si atiende su negocio,
estudia medicina, trabaja en una cadena sinfín, construye una mesa,
o se dedica a los deportes. Todas esas actividades tienen en común
el estar dirigidas hacia una meta exterior. Lo que no se tiene en
cuenta es la motivación de la actividad. Consideremos, por ejemplo,
el caso del hombre al que una profunda sensación de inseguridad y
soledad impulsa a trabajar incesantemente; o del otro movido por la
ambición, o el ansia de riqueza. En todos esos casos, la persona es
esclava de una pasión, y, en realidad, su actividad es una «pasividad
», puesto que está impulsado; es el que sufre la acción, no el que
la realiza. Por otra parte, se considera «pasivo» a un hombre que
está sentado, inmóvil y contemplativo, sin otra finalidad o propósito
que experimentarse a sí mismo y su unicidad con el mundo, porque
no «hace» nada. En realidad, esa actitud de concentrada meditación
es la actividad más elevada, una actividad del alma, y sólo es posible
bajo la condición de libertad e independencia interiores. ( Se
encontrará un estudio más detallado del sadismo y del masoquismo
en E. Fromm, El miedo a la libertad, Ediciones Paidós, 1958.)Uno de
los conceptos de actividad, el moderno, se refiere al uso de energía
para el logro de fines exteriores; el otro, al uso de los poderes
inherentes del hombre, se produzcan o no cambios externos. Spinoza
formuló con suma claridad el segundo concepto de actividad, distinguiendo
entre afectos activos y pasivos, entre «acciones» y «pasiones
». En el ejercicio de un afecto activo, el hombre es libre, es el
amo de su afecto; en el afecto pasivo, el hombre se ve impulsado, es
objeto de motivaciones de las que no se percata. Spinoza llega de tal
modo a afirmar que la virtud y el poder son una y la misma cosa (
Spinoza, Etica IV, Def. 8.). La envidia, los celos, la ambición, todo tipo
de avidez, son pasiones; el amor es una acción, la práctica de un
poder humano, que sólo puede realizarse en la libertad y jamás como
resultado de una compulsión.

El amor es una actividad, no un afecto pasivo; es un «estar
continuado», no un «súbito arranque». En el sentido más general,
puede describirse el carácter activo del amor afirmando que amar es
fundamentalmente dar, no recibir.

¿Qué es dar? Por simple que parezca la respuesta, está en realidad
plena de ambigüedades y complejidades. El malentendido más
común consiste en suponer que dar significa «renunciar» a algo,
privarse de algo, sacrificarse. La persona cuyo carácter no se ha
desarrollado más allá de la etapa correspondiente a la orientación
receptiva, experimenta de esa manera el acto de dar. El carácter
mercantil está dispuesto a dar, pero sólo a cambio de recibir; para él,
dar sin recibir significa una estafa (Un examen detallado de esas orien
taciones caracterológicas se encontrará en E. Fromm, Ética y
Psicoanálisis, México, Fondo de Cultura Económica, 1957, Cap. 3,
págs. 70 y sig.). La gente cuya orientación fundamental no es
productiva, vive el dar como un empobrecimiento, por lo que se niega
generalmente a hacerlo. Algunos hacen del dar una virtud, en el
sentido de un sacrificio. Sienten que, puesto que es doloroso, se
debe dar, y creen que la virtud de dar está en el acto mismo de
aceptación del sacrificio. Para ellos, la norma de que es mejor dar
que recibir significa que es mejor sufrir una privación que
experimentar alegría.

Para el carácter productivo, dar posee un significado totalmente
distinto: constituye la más alta expresión de potencia. En el acto
mismo de dar, experimento mi fuerza, mi riqueza, mi poder. Tal
experiencia de vitalidad y potencia exaltadas me llena de dicha. Me
experimento a mí mismo como desbordante, pródigo, vivo, y, por
tanto, dichoso (Compárese con la definición de la dicha formulada por
Spinoza.) Dar produce más felicidad que recibir, no porque sea una
privación, sino porque en el acto de dar está la expresión de mi
vitalidad.

Si aplicamos ese principio a diversos fenómenos específicos,
advertiremos fácilmente su validez.

Encontramos el ejemplo más elemental en la esfera del sexo. La
culminación de la función sexual masculina radica en el acto de dar;
el hombre se da a sí mismo, da su órgano sexual, a la mujer. En el
momento del orgasmo, le da su semen. No puede dejar de darlo si es
potente. Si no puede dar, es impotente. El proceso no es diferente en
la mujer, si bien algo más complejo. También ella se da; permite el
acceso al núcleo de su feminidad; en el acto de recibir, ella da. Si es
incapaz de ese dar, si sólo puede recibir, es frígida. En su caso, el
acto de dar vuelve a producirse, no en su función de amante, sino
como madre. Ella se da al niño que crece en su interior, le da su
leche cuando nace, le da el calor de su cuerpo. No dar le resultaría
doloroso.
En la esfera de las cosas materiales, dar significa ser rico. No es rico
el que tiene mucho, sino el que da mucho. El avaro que se preocupa
angustiosamente por la posible pérdida de algo es, desde el punto de
vista psicológico, un hombre indigente, empobrecido, por mucho que
posea. Quien es capaz de dar de sí es rico. Siéntese a sí mismo
como alguien que puede entregar a los demás algo de sí. Sólo un
individuo privado de todo lo que está más allá de las necesidades
elementales para la subsistencia seria incapaz de gozar con el acto
de dar cosas materiales. La experiencia diaria demuestra, empero,
que lo que cada persona considera necesidades mínimas depende
tanto de su carácter como de sus posesiones reales. Es bien sabido
que los pobres están más inclinados a dar que los ricos. No obstante,
la pobreza que sobrepasa un cierto límite puede impedir dar, y es, en
consecuencia, degradante, no sólo a causa del sufrimiento directo
que ocasiona, sino porque priva a los pobres de la alegría de dar.

Sin embargo, la esfera más importante del dar no es la de las cosas
materiales, sino el dominio de lo específicamente humano. ¿Qué le
da una persona a otra? Da de sí misma, de lo más precioso que
tiene, de su propia vida. Ello no significa necesariamente que
sacrifica su vida por la otra, sino que da lo que está vivo en él -da de
su alegría, de su interés, de su comprensión, de su conocimiento, de
su humor, de su tristeza-, de todas las expresiones y manifestaciones
de lo que está vivo en él. Al dar así de su vida, enriquece a la otra
persona, realza el sentimiento de vida de la otra al exaltar el suyo
propio. No da con el fin de recibir; dar es de por sí una dicha
exquisita. Pero, al dar, no puede dejar de llevar a la vida algo en la
otra persona, y eso que nace a la vida se refleja a su vez sobre ella;
cuando da verdaderamente, no puede dejar de recibir lo que se le da
en cambio. Dar implica hacer de la otra persona un dador, y ambas
comparten la alegría de lo que han creado. Algo nace en el acto de
dar, y las dos personas involucradas se sienten agradecidas a la vida
que nace para ambas. En lo que toca específicamente al amor, eso
significa: el amor es un poder que produce amor; la impotencia es la
incapacidad de producir amor. Marx ha expresado bellamente este
pensamiento: «Supongamos -dice-, al hombre como hombre, y su
relación con el mundo en su aspecto humano, y podremos
intercambiar amor sólo por amor, confianza por confianza, etc. Si se
quiere disfrutar del arte, se debe poseer una formación artística; si se
desea tener influencia sobre otra gente, se debe ser capaz de ejercer
una influencia estimulante y alentadora sobre la gente. Cada una de
nuestras relaciones con el hombre y con la naturaleza debe ser una
expresión definida de nuestra vida real, individual, correspondiente al
objeto de nuestra voluntad. Si amamos sin producir amor, es decir, si
nuestro amor como tal no produce amor, si por medio de una
expresión de vida como personas que amamos, no nos convertimos
en personas amadas, entonces nuestro amor es impotente, es una
desgracia» («Nationalókonomie und Philosophie», 1844, publicada en
Karl Marx. Die Frühschrifien, Stuttgart. Alfred Króner Verlag, 1953,
págs. 300. 301). Pero no sólo en lo que atañe al amor dar significa
recibir. El maestro aprende de sus alumnos, el auditorio estimula al
actor, el paciente cura a su psicoanalista -siempre y cuando no se
traten como objetos, sino que estén relacionados entre sí en forma
genuina y productiva
Apenas si es necesario destacar el hecho de que la capacidad de
amar como acto de dar depende del desarrollo caracterológico de la
persona. Presupone el logro de una orientación predominantemente
productiva, en la que la persona ha superado la dependencia, la
omnipotencia narcisista, el deseo de explotar a los demás, o de
acumular, y ha adquirido fe en sus propios poderes humanos y coraje
para confiar en su capacidad para alcanzar el logro de sus fines. En
la misma medida en que carece de tales cualidades, tiene miedo de
darse, y, por tanto, de amar.

Además del elemento de dar, el carácter activo del amor se vuelve
evidente en el hecho de que implica ciertos elementos básicos,
comunes a todas las formas del amor. Esos elementos son: cuidado,
responsabilidad, respeto y conocimiento.

Que el amor implica cuidado es especialmente evidente en el amor
de una madre por su hijo. Ninguna declaración de amor por su parte
nos parecería sincera si viéramos que descuida al niño, si deja de
alimentarlo, de bañarlo, de proporcionarle bienestar físico; y creemos
en su amor si vemos que cuida al niño. Lo mismo ocurre incluso con
el amor a los animales y las flores. Si una mujer nos dijera que ama
las flores, y viéramos que se olvida de regarlas, no creeríamos en su
«amor» ú las flores. El amor es la preocupación activa por la vida y el
crecimiento de lo que amamos. Cuando falta tal preocupación activa,
no hay amor. En el libro de Jonás se describe en forma sumamente
bella este elemento del amor. Dios le ha dicho a Jonás que vaya a
Nínive para advertir a sus habitantes que serán castigados si no
abandonan sus prácticas perversas. Jonás huye de su misión porque
teme que la gente de Nínive se arrepienta y que Dios los perdone. Es
un hombre con un poderoso sentido del orden y de la ley, pero sin
amor. Sin embargo, al tratar de escapar, se encuentra en el vientre
de una ballena, que simboliza el estado de aislamiento y reclusión
que ha provocado en el su falta de amor y de solidaridad. Dios lo
salva, y Jonás va a Nínive. Predica ante los habitantes tal como Dios
se lo ha mandado, y ocurre aquello que él tanto temía. Los hombres
de Nínive se arrepienten de sus pecados, abandonan sus malos
hábitos, y Dios los perdona y decide no destruir la ciudad. Jonás se
siente hondamente enojado y apesadumbrado; él quería «justicia»,
no misericordia. Por fin encuentra cierto consuelo en la sombra de un
árbol que Dios ha hecho Crecer para protegerlo del sol. Pero cuando
Dios hace que el árbol se seque, Jonás se deprime y se queja
airadamente a Dios. Dios responde: «Tuviste tú lástima de la
calabacera, en la cual no trabajaste, ni tú la hiciste crecer; que en
espacio de una noche nació y en espacio de una noche pereció. Y no
tendré yo piedad de Nínive, aquella gran ciudad, donde hay más de
ciento veinte mil personas que no conocen su mano derecha su mano
izquierda, y muchos animales?» La respuesta de Dios a Jonás debe
entenderse simbólicamente. Dios le explica a Jonás que la esencia
del amor es «trabajar» por algo y «hacer crecer», que e amor y el
trabajo son inseparables. Se ama aquello por lo que se trabaja, y se
trabaja por lo que se ama. El cuidado y la preocupación implican otro
aspecto del amor: el de la responsabilidad. Hoy en día suele usarse
ese término para denotar un deber, algo impuesto desde el exterior.
Pero la responsabilidad, en su verdadero sentido, es un acto
enteramente voluntario, constituye mi respuesta a las necesidades,
expresadas o no, de otro ser humano. Ser «responsable» significa
estar listo y dispuesto a «responder». Jonás no se sentía responsable
ante los habitantes de Nínive. El, como Caín, podía preguntar: «¿Soy
yo el guardián de mi hermano?» La persona que ama, responde. La
vida de su hermano no es sólo asunto de su hermano, sino. propio.
Siéntese tan responsable por sus semejantes como por sí mismo. Tal
responsabilidad, en el caso de la madre y su hijo, atañe
principalmente al cuidado de las necesidades físicas. En el amor
entre adultos, a las necesidades psíquicas de la otra persona.
La responsabilidad podría degenerar fácilmente en dominación y
posesividad, si no fuera por un tercer componente del amor, el
respeto. Respeto no significa temor y sumisa reverencia; denota, de
acuerdo con la raíz de la palabra (respicere = mirar), la capacidad de
ver a una persona tal cual es, tener conciencia de su individualidad
única. Respetar significa preocuparse por que la otra persona crezca
y se desarrolle tal como es. De ese modo, el respeto implica la
ausencia de explotación. Quiero que la persona amada crezca y se
desarrolle por sí misma, en la forma que les es propia, y no para
servirme. Si amo a la otra persona, me siento uno con ella, pero con
ella_ tal cual es, no como yo necesito que sea, como un objeto para
mi uso. Es obvio que el respeto sólo es posible si yo he alcanzado
independencia; si puedo caminar sin muletas, sin tener que dominar
ni explotar a nadie. El respeto sólo existe sobre la base de la libertad:
" l'amour est l'enfant de la liberté», dice una vieja canción francesa; el
amor es hijo de la libertad, nunca de la dominación.

Respetar a una persona sin conocerla, no es posible; el cuidado y la
responsabilidad serían ciegos si no los guiara el conocimiento. El
conocimiento sería vacío si no lo motivara la preocupación. Hay
muchos niveles de conocimiento; el que constituye un aspecto del
amor no se detiene en la periferia, sino que penetra hasta el meollo.
Sólo es posible cuando puedo trascender la preocupación por mí
mismo y ver a la otra persona en sus propios términos. Puedo saber,
por ejemplo, que una persona está encolerizada, aunque no lo
demuestre abiertamente; pero puedo llegar a conocerla más
profundamente aún; sé entonces que está angustiada, e inquieta; que
se siente sola, que se siente culpable. Sé entonces que su cólera no
es más que la manifestación de algo más profundo, y la veo angustiada
e inquieta, es decir, como una persona que sufre y no como
una persona enojada.

Pero el conocimiento tiene otra relación, más fundamental, con el
problema del amor. La necesidad básica de fundirse con otra persona
para trascender de ese modo la prisión de la propia separatidad se
vincula, de modo íntimo, con otro deseo específicamente humano, el
de conocer el «secreto del hombre». Si bien la vida en sus aspectos
meramente biológicos es un milagro y un secreto, el hombre, en sus
aspectos humanos, es un impenetrable secreto para sí mismo -y para
sus semejantes-. Nos conocemos y, a pesar de todos los esfuerzos
que podamos realizar, no nos conocemos. Conocemos a nuestros
semejantes y, sin embargo, no los conocemos, porque no somos una
cosa, y tampoco lo son nuestros semejantes. Cuanto más avanzamos
hacia las profundidades de nuestro ser, o el ser de los otros, más nos
elude la meta del conocimiento. Sin embargo, no podemos dejar de
sentir el deseo de penetrar en el secreto del alma humana, en el
núcleo más profundo que es «él».

Hay una manera, una manera desesperada, de conocer el secreto: es
el poder absoluto sobre otra persona; el poder que le hace hacer lo
que queremos, sentir lo que queremos, pensar lo que queremos; que
la transforma en una cosa, nuestra cosa, nuestra posesión. El grado
más intenso de ese intento de conocer consiste en los extremos del
sadismo, el deseo y la habilidad de hacer sufrir a un ser humano, de
torturarlo, de obligarlo a traicionar su secreto en su sufrimiento. En
ese anhelo de penetrar en el secreto del hombre, y por lo tanto, en el
nuestro, reside una motivación esencial de la profundidad y la intensidad
de la crueldad y la destructividad. Isaac Babel ha expresado tal
idea en una forma muy sucinta. Recuerda a un oficial compañero
suyo en la guerra civil rusa, quien acababa de matar a puntapiés a su
ex amo: «Con un disparo -digamos así-, con un disparo, uno sólo, se
libra uno de un tipo... Con un disparo nunca se llega al alma, a dónde
está en el tipo y cómo se presenta. Pero yo no ahorro fuerzas, y más
de una vez he pisoteado a un tipo durante más de una hora. Sabes,
quiero llegar a saber qué es realmente la vida, cómo es la vida» (I.
Babel, The Collected Stories, Nueva York, Criterion Book, 1955)

Es frecuente que los niños tomen abiertamente ese camino hacia el
conocimiento. El niño desarma algo, lo deshace para conocerlo; o
destroza un animal; cruelmente arranca las alas de una mariposa
para conocerla, para obligarla a revelar su secreto. La crueldad
misma está motivada por algo más profundo: el deseo de conocer el
secreto de las cosas y de la vida.
Otro camino para conocer «el secreto» es el amor. El amor es la
penetración activa en la otra persona, en la que la unión satisface mi
deseo de conocer. En el acto de fusión, te conozco,
me conozco a mí mismo, conozco a todos -y no «conozco» nada-.
Conozco de la única manera en que el conocimiento de lo que está
vivo le es posible al hombre -por la experiencia de la unión- no
mediante algún conocimiento proporcionado por nuestro
pensamiento. El sadismo está motivado por el deseo de conocer el
secreto, y, sin embargo, permanezco tan ignorante como antes. He
destrozado completamente al otro ser, y, sin embargo, no he hecho
más que separarlo en pedazos. El amor es la única forma de
conocimiento, que, en el acto de unión, satisface mi búsqueda. En el
acto de amar, de entregarse, en el acto de penetrar en la otra
persona, me encuentro a mí mismo, me descubro, nos descubro a
ambos, descubro al hombre. El anhelo de conocernos a nosotros
mismos y de conocer a nuestros semejantes fue expresado en el
lema délfico: «Conócete a ti mismo.» Tal es la fuente primordial de
toda psicología. Pero puesto que deseamos conocer todo el hombre,
su más profundo secreto, el conocimiento corriente, el que procede
sólo del pensamiento, nunca puede satisfacer dicho deseo. Aunque
llegáramos a conocernos muchísimo más, nunca alcanzaríamos el
fondo. Seguiríamos siendo un enigma para nosotros mismos, y
nuestros semejantes seguirían siéndolo para nosotros. La única
forma de alcanzar el conocimiento total consiste en el acto de amar:
ese acto trasciende el pensamiento, trasciende las palabras. Es una
zambullida temeraria en la experiencia de la unión. Sin embargo, el
conocimiento del pensamiento, es decir, el conocimiento psicológico,
es una condición necesaria para el pleno conocimiento en el acto de
amar Tengo que conocer a la otra persona y a mí mismo objetiva
mente, para poder ver su realidad, o, más bien, para dejar de lado las
ilusiones, mi imagen irracionalmente deformada de ella. Sólo
conociendo objetivamente a un ser humano, puedo conocerlo en su
esencia última, en el acto de amar (Esa afirmación tiene una
consecuencia importante para el papel de la psicología en la cultura
occidental contemporánea. Si bien la gran popularidad de la
psicología indica ciertamente interés en el conocimiento del hombre,
también descubre la fundamental falta de amor en las relaciones
humanas actuales. El conocimiento psicológico conviértese así en un
sustituto del conocimiento pleno del acto de amar, en lugar de ser un
paso hacia él. ).

El problema de conocer al hombre es paralelo al problema religioso
de conocer a Dios. En la teología occidental convencional se intenta
conocer a Dios por medio del pensamiento, de afirmaciones acerca
de Dios. Se supone que puedo conocer a Dios en mi pensamiento.
En el misticismo, que es el resultado del monoteísmo (como trataré
de demostrar más adelante), se renuncia al intento de conocer a Dios
por medio del pensamiento, y se lo reemplaza por la experiencia de la
unión con Dios, en la que ya no hay lugar para el conocimiento
acerca de Dios, ni tal conocimiento es necesario.

La experiencia de la unión, con el hombre, o, desde un punto de vista
religioso, con Dios, no es en modo alguno irracional. Por el contrario,
y como lo señaló Albert Schweitzer, es la consecuencia del
racionalismo, su consecuencia más audaz y radical. Se basa en
nuestro conocimiento de las limitaciones fundamentales, y no
accidentales, de nuestro conocimiento. Es el conocimiento de que
nunca «captaremos» el secreto del hombre y del universo, pero que
podemos conocerlos, sin embargo, en el acto de amar. La psicología
como ciencia tiene limitaciones, y así como la consecuencia lógica de
la teología es el misticismo, así la consecuencia última de la
psicología es el amor.

Cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento son mutuamente
interdependientes. Constituyen un síndrome de actitudes que se
encuentran en la persona madura; esto es, en la persona que
desarrolla productivamente sus propios poderes, que sólo desea
poseer los que ha ganado con su trabajo, que ha renunciado a los
sueños narcisistas de omnisapiencia y omnipotencia, que ha
adquirido humildad basada en esa fuerza interior que sólo la genuina
actividad productiva puede proporcionar.

Hasta ahora he hablado sobre el amor como forma de superar la
separatidad humana, como la realización del anhelo de unión. Pero
por encima de la necesidad universal, existencial, de unión, surge
otra más específica y de orden biológico: el deseo de unión entre los
polos masculino y femenino. La idea de tal polarización está
notablemente expresada en el mito de que, originariamente, el
hombre y la mujer fueron uno, que los dividieron por la mitad y que,
desde entonces, cada hombre busca la parte femenina de sí mismo
que ha perdido, para unirse nuevamente con ella. (La misma idea de
la unidad original de los sexos aparece también en la Biblia, donde
Eva es hecha de una costilla de Adán, si bien en ese relato,
concebido en el espíritu del patriarcalismo, la mujer se considera
secundaria al hombre.) El significado del mito es bastante claro. La
polarización sexual lleva al hombre a buscar la unión con el otro
sexo. La polaridad entre los principios masculino y femenino existe
también dentro de cada hombre y cada mujer. Así como fisiológi-
camente tanto el hombre como la mujer poseen hormonas del sexo
opuesto, así también en el sentido psicológico son bisexuales. Llevan
en si mismos el principio de recibir y de penetrar, de la materia y del
espíritu. El hombre -y la mujer- sólo logra la unión interior en la unión
con su polaridad femenina o masculina. Esa polaridad es la base de
toda creatividad.


La polaridad masculino-femenina es también la base de la creatividad
interpersonal. Ello se evidencia biológicamente en el hecho de que la
unión del esperma y el óvulo constituyen la base para el nacimiento
de un niño. Y la situación es la misma en el dominio puramente
psíquico; en el amor entre hombre y mujer, cada uno vuelve a nacer.
(La desviación homosexual es un fracaso en el logro de esa unión
polarizada, y por eso el homosexual sufre el dolor de la separatidad
nunca resuelta, fracaso que comparte, sin embargo, con el
heterosexual corriente que no puede amar.)


Idéntica polaridad entre el principio masculino y el femenino existe en
la naturaleza; no sólo, como es notorio, en los animales y las plantas,
sino en la polaridad de dos funciones fundamentales, la de recibir y la
de penetrar. Es la polaridad de la tierra y la lluvia, del río y el océano,
de la noche y el día, de la oscuridad y la luz, de la materia y el
espíritu. El gran poeta y místico musulmán, Rumi, expresó esta idea
con hermosas frases:


Nunca el amante busca sin ser buscado por su amada.
Si la luz del amor ha penetrado en este corazón, sabe que también
hay amor en aquel corazón.
Cuando el amor a Dios agita tu corazón, también Dios tiene amor
para ti.
Sin la otra mano, ningún ruido de palmoteo sale de una mano.
La sabiduría Divina es destino y su decreto nos hace amarnos el uno
al otro.
Por eso está ordenado que cada parte del mundo se una con su
consorte.
El sabio dice: Cielo es hombre, y Tierra, mujer. Cuando la Tierra no
tiene calor, el Cielo se lo manda; cuando pierde su frescor y su rocío,
el Cielo se lo devuelve. El Cielo hace su ronda, como un marido que
trabaja por su mujer.
Y la Tierra se ocupa del gobierno de su casa: cuida de los
nacimientos y amamanta lo que pare.
Mira a la Tierra y al Cielo, tienen inteligencia, pues hacen el trabajo
de seres inteligentes.
Si esos dos no gustaran placer el uno del otro, ¿por qué habrían de
andar juntos como novios?
Sin la Tierra, ¿despuntarían las flores, echarían flores los árboles?
¿Qué, entonces, producirían el calor y el agua del Cielo?
Así como Dios puso el deseo en el hombre y en la mujer para que el
mundo fuera preservado por su unión.
Así en cada parte de la existencia planteó el deseo de la otra parte.
Día y noche son enemigos afuera; pero sirven ambos un único fin.
Cada uno ama al otro en aras de la perfección de su mutuo trabajo.
Sin la noche, la naturaleza del. Hombre no recibiría ganancia alguna,
y nada tendría entonces el día para gastar.


( R. A. Nicholson, Rumi, Londres, George Allen and Unwin, Lid.,
1950, págs. 122-3.)
El problema de la polaridad hombre-mujer lleva a ciertas
consideraciones ulteriores sobre la cuestión del amor y el sexo.

Hablé antes del error que cometió Freud al ver en el amor exclusivamente
la expresión -o una sublimación- del instinto sexual, en
lugar de reconocer que el deseo sexual es una manifestación de la
necesidad de amor y de unión. Pero el error de Freud es más hondo
todavía. De acuerdo con su materialismo fisiológico, ve en el instinto
sexual el resultado de una tensión químicamente producida en el
cuerpo, que es dolorosa y busca alivio. La finalidad del deseo sexual
es la eliminación de esa tensión; la satisfacción sexual consiste en tal
eliminación. Este punto de vista es válido en la medida en que el
deseo sexual opera en la misma forma que el hambre o la sed
cuando el organismo se encuentra desnutrido. En tal sentido, el
deseo sexual es una comezón, y la satisfacción sexual, el alivio de
esa comezón. En realidad, en lo que al concepto de sexualidad se
refiere, la masturbación sería la satisfacción sexual ideal. Lo que
Freud paradójicamente no tiene en cuenta es el aspecto
psicobiológico de la sexualidad, la polaridad masculino-femenina, y el
deseo de resolver la polaridad por medio de la unión. Ese curioso
error probablemente vióse facilitado por el extremo patriarcalismo de
Freud, que lo llevó a suponer que la sexualidad per se es masculina,
y le hizo ignorar la sexualidad femenina específica. Expresó tal idea
en Una teoría sexual, diciendo que la libido posee regularmente «una
naturaleza masculina», se trate de la libido de un hombre o de una
mujer. La misma idea se expresa, en una forma racionalizada, en la
teoría de que el niño experimenta a la mujer como un hombre castrado,
y de que ella misma busca diversas compensaciones a la
pérdida del genital masculino. Pero la mujer no es un hombre
castrado, y su sexualidad es específicamente femenina y no de
«naturaleza masculina».

La necesidad de aliviar la tensión sólo motiva parcialmente la
atracción entre los sexos; la motivación fundamental es la necesidad
de unión con el otro polo sexual. De hecho, la atracción erótica no se
expresa únicamente en la atracción sexual. Hay masculinidad y
feminidad en el carácter tanto como en la función sexual. Puede
definirse el carácter masculino diciendo que posee las cualidades de
penetración, conducción, actividad, disciplina y aventura; el carácter
femenino, las cualidades de receptividad productiva, protección,
realismo, resistencia, maternalidad. (Siempre debe tenerse presente
que en cada individuo se funden ambas características, pero con
predominio de las correspondientes a su sexo.) Si los rasgos
masculinos del carácter de un hombre están debilitados porque
emocionalmente sigue siendo una criatura, es muy frecuente que
trate de compensar esa falta acentuando exclusivamente su papel
masculino en el sexo. El resultado es el Don Juan, que necesita demostrar
sus proezas masculinas en el terreno sexual, porque está
inseguro de su masculinidad en un sentido caracterológico. Cuando
la parálisis de la masculinidad es más intensa, el sadismo (el uso de
la fuerza) se convierte en el principal -y perverso- sustituto de la
masculinidad. Si la sexualidad femenina está debilitada o pervertida,
se transforma en masoquismo o posesividad.

Se ha criticado a Freud por su sobrevaloración de lo sexual. Tales
críticas estuvieron frecuentemente motivadas por el deseo de eliminar
del sistema freudiano un elemento que despertó la hostilidad y la
crítica de la gente de mentalidad convencional. Freud percibió
agudamente esa motivación y, por eso mismo, luchó contra todo
intento de modificar su teoría sexual. Es indudable que en su época
la teoría freudiana tenía un carácter desafiante y revolucionario. Pero
lo que era cierto alrededor de 1900 ya no lo es cincuenta años más
tarde. Las costumbres sexuales han cambiado tanto que las teorías
de Freud ya no le resultan escandalosas a la clase media occidental,
y los analistas ortodoxos actuales practican una forma quijotesca de
radicalismo cuando creen que son los valerosos y extremistas
defensores de la teoría sexual de Freud. En realidad, su tipo de
psicoanálisis es conformista, y no trata de plantear problemas
psicológicos que lleven a una crítica de la sociedad contemporánea.

No critico la teoría freudiana por acentuar excesivamente la
sexualidad, sino por su fracaso en comprenderla con profundidad.
Freud dio el primer paso hacia el descubrimiento de la significación
de las pasiones interpersonales; de acuerdo con sus premisas
filosóficas, las explicó fisiológicamente. En el desarrollo ulterior del
psicoanálisis, es necesario corregir y profundizar el concepto
freudiano, trasladando las concepciones de Freud de la dimensión
fisiológica a la biológica y existencial. (El mismo Freud dio un primer
paso en esa dirección en su posterior concepto de los instintos de
vida y de muerte. Su concepto del instinto de vida (eros) como
principio de síntesis y de unificación, se encuentra en un plano
enteramente distinto al de su concepto de la libido. Pero a pesar de
que la teoría de los instintos de vida y de muerte fue aceptada por los
analistas ortodoxos, ello no llevó a una revisión fundamental del
concepto de libido, especialmente en lo que toca a la labor clínica. )

2. EL AMOR ENTRE PADRES E HIJOS
Al nacer, el infante sentiría miedo de morir si un gracioso destino no
lo protegiera de cualquier conciencia de la angustia implícita en la
separación de la madre y de la existencia intrauterina. Aun después
de nacer, el infante es apenas diferente de lo que era antes del
nacimiento; no puede reconocer objetos, no tiene aún conciencia de
sí mismo, ni del mundo como algo exterior a él. Sólo siente la
estimulación positiva del calor y el alimento, y todavía no los distingue
de su fuente: la madre. La madre es calor, es alimento, la madre es el
estado eufórico de satisfacción y seguridad. Ese estado es narcisista,
para usar un término de Freud. La realidad exterior, las personas y
las cosas, tienen sentido sólo en la medida en que satisfacen o frustran
el estado interno del cuerpo. Sólo es real lo que está adentro; lo
exterior sólo es real en función de mis necesidades -nunca en función
de sus propias cualidades o necesidades-. Cuando el niño crece y se
desarrolla, se vuelve capaz de percibir las cosas como son; la
satisfacción de ser alimentado se distingue del pezón, el pecho de la
madre. Eventualmente, el niño experimenta su sed, la leche que le
satisface, el pecho y la madre, como entidades diferentes. Aprende a
percibir muchas otras cosas como diferentes, como poseedoras de
una existencia propia: En ese momento empieza a darles nombres. Al
mismo tiempo aprende a manejarlas; aprende que el fuego es
caliente y doloroso, que el cuerpo de la madre es tibio y placentero,
que la mamadera es dura y pesada, que el papel es liviano y se
puede rasgar. Aprende a manejar a la gente; que la mamá sonríe
cuando él come; que lo alza en sus brazos cuando llora; que lo alaba
cuando mueve el vientre. Todas esas experiencias se cristalizan o
integran en la experiencia: me aman. Me aman porque soy el hijo de
mi madre. Me aman porque estoy desvalido. Me aman porque soy
hermoso, admirable. Me aman porque mi madre me necesita. Para
utilizar una fórmula más general: me aman por lo que soy, o quizá
más exactamente, me aman porque soy. Tal experiencia de ser
amado por la madre es pasiva. No tengo que hacer nada para que
me quieran -el amor de la madre es incondicional-. Todo lo que
necesito es ser -ser su hijo-. El amor de la madre significa dicha, paz,
no hace falta conseguirlo, ni merecerlo. Pero la cualidad incondicional
del amor materno tiene también un aspecto negativo. No sólo es
necesario merecerlo, mas también es imposible conseguirlo,
producirlo, controlarlo. Si existe, es como una bendición; si no existe,
es como si toda la belleza hubiera desaparecido de la vida -y nada
puedo hacer para crearla-.

Para la mayoría de los niños entre los ocho y medio a los diez años
(Cf. la descripción que de ese desarrollo hace Sullivan en The
Interpersonal Theory of Psychiatry, Nueva York, W. W. Norton and
Co., 1953.), el problema consiste casi exclusivamente en ser amado en
ser amado por lo que se es-. Antes de esa edad, el niño aún no
ama; responde con gratitud y alegría al amor que se le brinda. A esa
altura del desarrollo infantil, aparece en el cuadro un nuevo factor: un
nuevo sentimiento de producir amor por medio de la propia actividad.
Por primera vez, el niño piensa en dar algo a sus padres, en producir
algo -un poema, un dibujo, o lo que fuere-. Por primera vez en la vida
del niño, la idea del amor se transforma de ser amado a amar, en
crear amor. Muchos años transcurren desde ese primer comienzo
hasta la madurez del amor. Eventualmente, el niño, que puede ser
ahora un adolescente, ha superado su egocentrismo; la otra persona
ya no es primariamente un medio para satisfacer sus propias
necesidades. Las necesidades de la otra persona son tan importantes
como las propias; en realidad, se han vuelto más importantes. Dar es
más satisfactorio, más dichoso que recibir; amar, aún más importante
que ser amado. Al amar, ha abandonado la prisión de soledad y
aislamiento que representaba el estado de narcisismo y
autocentrismo. Siente una nueva sensación de unión, de compartir,
de unidad. Más aún, siente la potencia de producir amor -antes que la
dependencia de recibir siendo amado- para lo cual debe ser pequeño,
indefenso, enfermo -o «bueno»-. El amor infantil sigue el principio:
«Amo porque me aman.» El amor maduro obedece al principio: «Me
aman porque amo.» El amor inmaduro dice: «Te amo porque te
necesito.» El amor maduro dice: «Te necesito porque te amo.»
En estrecha relación con el desarrollo de la capacidad de amar está
la evolución del objeto amoroso. En los primeros meses y años de la
vida, la relación más estrecha del niño es la que tiene con la madre.
Esa relación comienza antes del nacimiento, cuando madre e hijo son
aún uno, aunque sean dos. El nacimiento modifica la situación en
algunos aspectos, pero no tanto como parecería. El niño, si bien vive
ahora fuera del vientre materno, todavía depende por completo de la
madre. Pero día a día se hace más independiente: aprende a
caminar, a hablar, a explorar el mundo por su cuenta; la relación con
la madre pierde algo de su significación vital; en cambio, la relación
con el padre se torna cada vez más importante.
Para comprender ese paso de la madre al padre, debemos
considerar las esenciales diferencias cualitativas entre el amor
materno y el paterno. Hemos hablado ya acerca del amor materno.
Ese es, por su misma naturaleza, incondicional. La madre ama al
recién nacido porque es su hijo, no porque el niño satisfaga alguna
condición específica ni porque llene sus aspiraciones particulares.
(Naturalmente, cuando hablo del amor de la madre y del padre, me
refiero a «tipos ideales» -en el sentido de Max Weber o en el del
arquetipo de Jung- y no significo que todos los padres amen en esa
forma. Me refiero al principio materno y al paterno, representados en
la persona materna y paterna.) El amor incondicional corresponde a
uno de los anhelos más profundos, no sólo del niño, sino de todo ser
humano; por otra parte, que nos amen por los propios méritos,
porque uno se lo merece, siempre crea dudas; quizá no complací a la
persona que quiero que me ame, quizás eso, quizás aquello -siempre
existe el temor de que el amor desaparezca-. Además, el amor
«merecido» siempre deja un amargo sentimiento de no ser amado
por uno mismo, de que sólo se nos ama cuando somos
complacientes, de que, en último análisis, no se nos ama, sino que se
nos usa. No es extraño, entonces, que todos nos aferremos al anhelo
de amor materno, cuando niños y también cuando adultos. La
mayoría de los niños tienen la suerte de recibir amor materno (más
adelante veremos en qué medida). Cuando adultos, el mismo anhelo
es más difícil de satisfacer. En el desarrollo-más satisfactorio, permanece
como un componente del amor erótico normal; muchas
veces encuentra su expresión en formas religiosas, pero con mayor
frecuencia en formas neuróticas.
La relación con el padre es enteramente distinta. La madre es el
hogar de donde venimos, la naturaleza, el suelo, el océano; el padre
no representa un hogar natural de ese tipo. Tiene escasa relación con
el niño durante los primeros años de su vida, y su importancia para
éste no puede compararse a la de la madre en ese primer período.
Pero, si bien el padre no representa el mundo natural, significa el otro
polo de la existencia humana; el mundo del pensamiento, de las
cosas hechas por el hombre, de la ley y el orden, de la disciplina, los
viajes y la aventura. El padre es el que enseña al niño, el que le
muestra el camino hacia el mundo.
En estrecha conexión con esa función, existe otra, vinculada al
desarrollo económico-social. Cuando surgió la propiedad privada, y
cuando uno de los hijos pudo heredar la propiedad privada, el padre
comenzó a seleccionar al hijo a quien legaría su propiedad. Desde
luego, elegía al que consideraba mejor dotado para convertirse en su
sucesor, el hijo que más se le asemejaba y, en consecuencia, el que
prefería. El amor paterno es condicional. Su principio es «te amo
porque llenas mis aspiraciones, porque cumples con tu deber, porque
eres como yo». En el amor condicional del padre encontramos, como
en el caso del amor incondicional de la madre, un aspecto negativo y
uno positivo. El aspecto negativo consiste en el hecho mismo de que
el amor paterno debe ganarse, de que puede perderse si uno no hace
lo que de uno se espera. A la naturaleza del amor paterno débese el
hecho de que la obediencia constituya la principal virtud, la
desobediencia el principal pecado, cuyo castigo es la pérdida del
amor del padre. El aspecto positivo es igualmente importante. Puesto
que el amor de mi padre es condicional, es posible hacer algo por
conseguirlo; su amor no está fuera de mi control, como ocurre con el
de mi madre.
Las actitudes del padre y de la madre hacia el niño corresponden a
las propias necesidades de ése. El infante necesita el amor
incondicional y el cuidado de la madre, tanto fisiológica como
psíquicamente. Después de los seis años, el niño comienza a
necesitar el amor del padre, su autoridad y su guía. La función de la
madre es darle seguridad en la vida; la del padre, enseñarle, guiarlo
en la solución de los problemas que le plantea la sociedad particular
en la que ha nacido. En el caso ideal, el amor de la madre no trata de
impedir que el niño crezca, no intenta hacer una virtud de la
desvalidez. La madre debe tener fe en la vida, y, por ende, no ser
exageradamente ansiosa y no contagiar al niño su ansiedad. Querer
que el niño se torne independiente y llegue a separarse de ella debe
ser parte de su vida. El amor paterno debe regirse por principios y expectaciones;
debe ser paciente y tolerante, no amenazador y
autoritario. Debe darle al niño que crece un sentido cada vez mayor
de la competencia, y oportunamente permitirle ser su propia autoridad
y dejar de lado la del padre.

Eventualmente, la persona madura llega a la etapa en que es su
propio padre y su propia madre. Tiene, por así decirlo, una conciencia
materna y paterna. La conciencia materna dice: «No hay ningún
delito, ningún crimen, que pueda privarte de mi amor, de mi deseo de
que vivas y seas feliz.» La conciencia paterna dice: «Obraste mal, no
puedes dejar de aceptar las consecuencias de tu mala acción, y,
especialmente, debes cambiar si quieres que te aprecie.» La persona
madura se ha liberado de las figuras exteriores de la madre y el
padre, y las ha erigido en su interior. Sin embargo, y en contraste con
el concepto freudiano del superyó, las ha construido en su interior sin
incorporar al padre y a la madre, sino elaborando una conciencia
materna sobre su propia capacidad de amar, y una conciencia
paterna fundada en su razón y su discernimiento. Además, la persona
madura ama tanto con la conciencia materna como con la paterna, a
pesar de que ambas parecen contradecirse mutuamente. Si un
individuo conservara sólo la conciencia paterna, se tornaría áspero e
inhumano. Si retuviera únicamente la conciencia materna, podría
perder su criterio y obstaculizar su propio desarrollo o el de los
demás.

En esa evolución de la relación centrada en la madre a la centrada en
el padre, y su eventual síntesis, se encuentra la base de la salud
mental y el logro de la madurez. El fracaso de dicho desarrollo
constituye la causa básica de la neurosis. Si bien está más allá de los
propósitos de este libro examinar más profundamente este punto,
algunas breves observaciones servirán para aclarar esa afirmación.

Una de las causas del desarrollo neurótico puede radicar en que el
niño tiene una madre amante, pero demasiado indulgente o
dominadora, y un padre débil e indiferente. En tal caso, puede
permanecer fijado a una temprana relación con la madre, y
convertirse en un individuo dependiente de la madre, que se siente
desamparado, posee los impulsos característicos de la persona
receptiva, es decir, de recibir, de ser protegido y cuidado, y que
carece de las cualidades paternas -disciplina, independencia,
habilidad de dominar la vida por sí mismo-. Puede tratar de encontrar
«madres» en todo el mundo, a veces en las mujeres y a veces en los
hombres que ocupan una posición de autoridad y poder. Si, por el
contrario, la madre es fría, indiferente y dominadora, puede transferir
la necesidad de protección materna al padre y a subsiguientes figuras
paternas, en cuyo caso el resultado final es similar al caso anterior, o
se convierte en una persona de orientación unilateralmente paterna,
enteramente entregado a los principios de la ley, el orden y la
autoridad, y carente de la capacidad de esperar o recibir amor
incondicional. Ese desarrollo se ve intensificado si el padre es
autoritario y, al mismo tiempo, muy apegado al hijo. Lo característico
de todos esos desarrollos neuróticos es el hecho de que un principio,
el paterno o el materno, no alcanza a desarrollarse, o bien -como
ocurre en muchas neurosis serias que los papeles de la madre y el
padre se tornan confusos tanto en lo relativo a las personas
exteriores como a dichos papeles dentro de la persona. Un examen
más profundo puede mostrar que ciertos tipos de neurosis, las
obsesivas, por ejemplo, se desarrollan especialmente sobre la base
de un apego unilateral al padre, mientras que otras, como la histeria,
el alcoholismo, la incapacidad de autoafirmarse y de enfrentar la vida
en forma realista, y las depresiones, son el resultado de una relación
centrada en la madre.

3. LOS OBJETOS AMOROSOS
El amor no es esencialmente una relación con una persona
específica; es una actitud, una orientación del carácter que determina
el tipo de relación de una persona con el mundo como totalidad, no
con un «objeto» amoroso. Si una persona ama sólo a otra y es
indiferente al resto de sus semejantes, su amor no es amor, sino una
relación simbiótica, o un egotismo ampliado. Sin embargo, la mayoría
de la gente supone que el amor está constituido por el objeto, no por
la facultad. En realidad, llegan a creer que el hecho de que no amen
sino a una determinada persona prueba la intensidad de su amor.
Trátase aquí de la misma falacia que mencionamos antes. Como no
comprenden que el amor es una actividad, un poder del alma, creen
que lo único necesario es encontrar un objeto adecuado -y que
después todo viene solo-. Puede compararse esa actitud con la de un
hombre que quiere pintar, pero que en lugar de aprender el arte
sostiene que debe esperar el objeto adecuado, y que pintará
maravillosamente bien cuando lo encuentre. Si amo realmente a una
persona, amo a todas las personas, amo al mundo, amo la vida. Si
puedo decirle a alguien «Te amo», debo poder decir «Amo a todos en
ti, a través de ti amo al mundo, en ti me amo también a mí mismo».

Decir que el amor es una orientación que se refiere a todos y no a
uno no implica, empero, la idea de que no hay diferencias entre los
diversos tipos de amor, que dependen de la clase de objeto que se
ama.

a. Amor fraternal.
La clase más fundamental de amor, básica en todos los tipos de
amor, es el amor fraternal. Por él se entiende el sentido de
responsabilidad, cuidado, respeto y conocimiento con respecto a
cualquier otro ser humano, el deseo de promover su vida. A esta
clase de amor se refiere la Biblia cuando dice: ama a tu prójimo como
a ti mismo. El amor fraternal es el amor a todos los seres humanos;
se caracteriza por su falta de exclusividad. Si he desarrollado la
capacidad de amar, no puedo dejar de amar a mis hermanos. En el
amor fraternal se realiza la experiencia de unión con todos los
hombres, de solidaridad humana, de reparación humana. El amor
fraternal se basa en la experiencia de que todos somos uno. Las
diferencias en talento, inteligencia, conocimiento, son despreciables
en comparación con la identidad de la esencia humana común a
todos los hombres. Para experimentar dicha identidad es necesario
penetrar desde la periferia hacia el núcleo. Si percibo en otra persona
nada más que lo superficial, percibo principalmente las diferencias, lo
que nos separa. Si penetro hasta el núcleo, percibo nuestra
identidad, el hecho de nuestra hermandad. Esta relación de centro a
centro -en lugar de la de periferia a periferia- es una «relación
central». O, como lo expresó bellamente Simone Weil: «Las mismas
palabras [por ejemplo, un hombre dice a su mujer, `te amo'] pueden
ser triviales o extraordinarias según la forma en que se digan. Y esa
forma depende de la profundidad de la región en el ser de un hombre
de donde procedan, sin que la voluntad pueda hacer nada. Y, por un
maravilloso acuerdo, alcanzan la misma región en quien las escucha.
De tal modo, el que escucha puede discernir, si tiene alguna
capacidad de discernimiento, cuál es el valor de las palabras» (
Simone Weil, Gravity and Grace, Nueva York, G. P. Putnam's Sons,
1952, pág. 117.)

El amor fraternal es amor entre iguales: pero, sin duda, aun como
iguales no somos siempre «iguales»; en la medida en que somos
humanos, todos necesitamos ayuda. Hoy yo, mañana tú. Esa
necesidad de ayuda, empero, no significa que uno sea desvalido y el
otro poderoso. La desvalidez es una condición transitoria; la
capacidad de pararse y caminar sobre los propios pies es común y
permanente.

Sin embargo, el amor al desvalido, al pobre y al desconocido, son el
comienzo del amor fraternal. Amar a los de nuestra propia carne y
sangre no es hazaña alguna. Los animales aman a sus vástagos y
los protegen. El desvalido ama a su dueño, puesto que su vida
depende de él; el niño ama a sus padres, pues los necesita. El amor
sólo comienza a desarrollarse cuando amamos a quienes no
necesitamos para nuestros fines personales. En forma harto
significativa, en el Antiguo Testamento, el objeto central del amor del
hombre es el pobre, el extranjero, la viuda y el huérfano, y,
eventualmente, el enemigo nacional, el egipcio y el edomita. Al tener
compasión del desvalido el hombre comienza a desarrollar amor a su
hermano; y al amarse a sí mismo, ama también al que necesita
ayuda, al frágil e inseguro ser humano. La compasión implica el elemento
de conocimiento e identificación. «Tú conoces el corazón del
extranjero», dice el Antiguo Testamento, «puesto que fuiste
extranjero en la tierra de Egipto... ¡por lo tanto, ama al extranjero» (
La misma idea ha sido expresada por Hermann Cohen en su Religion
der Vernunft aus den Quellen des Judentums, Frankfurt am Main, J.
Kaufmann Verlag, 1929, págs. 168 y sig.).

b. Amor materno.
Nos hemos referido ya a la naturaleza del amor materno en un
capítulo anterior, al hablar de la diferencia entre el amor materno y el
paterno. El amor materno, como dije entonces, es una afirmación
incondicional de la vida del niño y sus necesidades. Pero debo hacer
aquí una importante adición a tal descripción. La afirmación de la vida
del niño presenta dos aspectos: uno es el cuidado y la
responsabilidad absolutamente necesarios para la conservación de la
vida del niño y su crecimiento. El otro aspecto va más allá de la mera
conservación. Es la actitud que inculca en el niño el amor a la vida,
que crea en él el sentimiento: ¡es bueno estar vivo, es bueno ser una
criatura, es bueno estar sobre esta tierra! Esos dos aspectos del
amor materno se expresan muy sucintamente en el relato bíblico de
la creación. Dios crea el mundo y el hombre. Esto corresponde al
simple cuidado y afirmación de la existencia. Pero Dios va más allá
de ese requerimiento mínimo. Cada día posterior a la creación de la
naturaleza -y del hombre- «Dios vio que era bueno». El amor
materno, en su segunda etapa, hace sentir al niño: es una suerte
haber nacido; inculca en el niño el amor a la vida, y no sólo el deseo
de conservarse vivo. La misma idea se expresa en otro simbolismo
bíblico. La tierra prometida (la tierra es siempre un símbolo materno)
se describe como «plena de leche y miel». La leche es el símbolo del
primer aspecto del amor, el de cuidado y afirmación. La miel
simboliza la dulzura de la vida, el amor por ella y la felicidad de estar
vivo. La mayoría de las madres son capaces de dar «leche», pero
sólo unas pocas pueden dar «miel» también. Para estar en
condiciones de dar miel, una madre debe ser no sólo una «buena
madre», sino una persona feliz -y no son muchas las que logran
alcanzar esa meta-. No hay peligro de exagerar el efecto sobre el
niño. El amor de la madre a la vida es tan contagioso como su
ansiedad. Ambas actitudes ejercen un profundo efecto sobre la
personalidad total del niño; indudablemente, es posible distinguir,
entre los niños -y los adultos- los que sólo recibieron «leche» y los
que recibieron «leche y miel».


En contraste con el amor fraternal y el erótico, que se dan entre
iguales, la relación entre madre e hijo es, por su misma naturaleza,
de desigualdad, en la que uno necesita toda la ayuda y la otra la
proporciona. Y es precisamente por su carácter altruista y generoso
que el amor materno ha sido considerado la forma más elevada de
amor, y el más sagrado de todos los vínculos emocionales. Parece,
sin embargo, que la verdadera realización del amor materno no está
en el amor de la madre al pequeño bebé, sino en su amor por el niño
que crece. En realidad, la vasta mayoría de las madres ama a sus
hijos mientras éstos son pequeños y dependen por completo de ellas.

La mayoría de las mujeres desea tener hijos, son felices con el recién
nacido y vehementes en sus cuidados. Ello ocurre a pesar del hecho
de que no «obtienen» nada del niño a cambio, excepto una sonrisa o
una expresión de satisfacción en su rostro. Se supone que esa
actitud de amor está parcialmente arraigada en un equipo instintivo
que se encuentra tanto en los animales como en la mujer. Pero
cualquiera sea la gravitación de ese factor, también existen factores
psicológicos específicamente humanos que determinan este tipo de
amor maternal. Cabe encontrar uno de ellos en el elemento narcisista
del amor materno. En la medida en que sigue sintiendo al niño como
una parte suya, el amor y la infatuación pueden satisfacer su narcisismo.
Otra motivación radica en el deseo de poder o de posesión de
la madre. El niño, desvalido y sometido por entero a su voluntad,
constituye un objeto natural de satisfacción para una mujer dominante
y posesiva.

Si bien aparecen con frecuencia, tales motivaciones no son
probablemente tan importantes y universales como la que podemos
llamar necesidad de trascendencia. Tal necesidad de trascendencia
es una de las necesidades básicas del hombre, arraigada en el hecho
de su autoconciencia, en el hecho de que no está satisfecho con el
papel de la criatura, de que no puede aceptarse a sí mismo como un
dado arrojado fuera del cubilete. Necesita sentirse creador, ser
alguien que trasciende el papel pasivo de ser creado. Hay muchas
formas de alcanzar esa satisfacción en la creación; la más natural, y
también la más fácil de lograr, es el amor y el cuidado de la madre
por su creación. Ella se trasciende en el niño; su amor por él da
sentido y significación a su vida. (En la incapacidad misma del varón


para satisfacer su necesidad de trascendencia concibiendo hijos
reside su impulso a trascenderse por medio de la creación de cosas
hechas por el hombre y de ideas.)

Pero el niño debe crecer. Debe emerger del vientre materno, del
pecho de la madre; eventualmente, debe convertirse en un ser
humano completamente separado. La esencia misma
del amor materno es cuidar de que el niño crezca, y esto significa
desear que el niño se separe de ella. Ahí radica la diferencia básica
con respecto al amor erótico. En este último, dos seres que estaban
separados se convierten en uno solo. En el amor materno, dos seres
que estaban unidos se separan. La madre debe no sólo tolerar, sino
también desear y alentar la separación del niño. Sólo en esa etapa el
amor materno se convierte en una tarea sumamente difícil, que
requiere generosidad y capacidad de dar todo sin desear nada salvo
la felicidad del ser amado. También es en esa etapa donde muchas
madres fracasan en su tarea de amor materno. La mujer narcisista,
dominadora y posesiva puede llegar a ser una madre «amante»
mientras el niño es pequeño. Sólo la mujer que realmente ama, la
mujer que es más feliz dando que tomando, que está firmemente
arraigada en su propia existencia, puede ser una madre amante
cuando el niño está en el proceso de la separación.

El amor maternal por el niño que crece, amor que no desea nada
para sí, es quizá la forma de amor más difícil de lograr, y la más
engañosa, a causa de la facilidad con que una madre puede amar a
su pequeño. Pero, precisamente debido a dicha dificultad, una mujer
sólo puede ser una madre verdaderamente amante si puede amar; si
puede amar a su esposo, a otros niños, a los extraños, a todos los
seres humanos. La mujer que no es capaz de amar en ese sentido,
puede ser una madre afectuosa mientras su hijo es pequeño, pero no
será una madre amante, y la prueba de ello es la voluntad de aceptar
la separación -y aun después de la separación seguir amando-.

c. Amor erótico.
El amor fraterno es amor entre hermanos; el amor materno es amor
por el desvalido. Diferentes como son entre sí, tienen en común el
hecho de que, por su misma naturaleza, no están restringidos a una
sola persona. Si amo a mi hermano, amo a todos mis hermanos; si
amo a mi hijo, amo a todos mis hijos; no, más aún, amo a todos los
niños, a todos los que necesitan mi ayuda. En contraste con ambos
tipos de amor está el amor erótico: el anhelo de fusión completa, de
unión con una única otra persona. Por su propia naturaleza, es
exclusivo y no universal; es también, quizá, la forma de amor más
engañosa que existe.

En primer lugar, se lo confunde fácilmente con la experiencia
explosiva de «enamorarse», el súbito derrumbe de las barreras que
existían hasta ese momento entre dos desconocidos. Pero, como
señalamos antes, tal experiencia de repentina intimidad es, por su
misma naturaleza, de corta duración. Cuando el desconocido se ha
convertido en una persona íntimamente conocida, ya no hay más
barreras que superar, ningún súbito acercamiento que lograr. Se llega
a conocer a la persona «amada» tan bien como a uno mismo. O,
quizá, sería mejor decir tan poco. Si la experiencia de la otra persona
fuera más profunda, si se pudiera experimentar la infinitud de su
personalidad, nunca nos resultaría tan familiar -y el milagro de salvar
las barreras podría renovarse a diario-. Pero para la mayoría de la
gente, su propia persona, tanto como las otras, resulta rápidamente
explorada y agotada. Para ellos, la intimidad se establece
principalmente a través del contacto sexual. Puesto que
experimentan la separatidad de la otra persona fundamentalmente
como separatidad física, la unión física significa superar la
separatidad.

Existen, además, otros factores que para mucha gente significan una
superación de la separatidad. Hablar de la propia vida, de las
esperanzas y angustias, mostrar los propios aspectos infantiles,
establecer un interés común frente al mundo =se consideran formas
de salvar la separatidad-. Aun la exhibición de enojo, odio, de la
absoluta falta de inhibición, se consideran pruebas de intimidad, y ello
puede explicar la atracción pervertida que sienten los integrantes de
muchos matrimonios que sólo parecen íntimos cuando están en la
cama o cuando dan rienda suelta a su odio y a su rabia recíprocos.
Pero la intimidad de este tipo tiende a disminuir cada vez más a
medida que transcurre el tiempo. El resultado es que se trata de
encontrar amor en la relación con otra persona, con un nuevo desconocido.
Este se transforma nuevamente en una persona «íntima», la
experiencia de enamorarse vuelve a ser estimulante e intensa, para
tornarse otra vez menos y menos intensa, y concluye en el deseo de
una nueva conquista, un nuevo amor -siempre con la ilusión de que el
nuevo amor será distinto de los anteriores-. El carácter engañoso del
deseo sexual contribuye al mantenimiento de tales ilusiones.

El deseo sexual tiende a la fusión -y no es en modo alguno sólo un
apetito físico, el alivio de una tensión penosa-. Pero el deseo sexual
puede ser estimulado por la angustia de la soledad, por el deseo de
conquistar o de ser conquistado, por la vanidad, por el deseo de herir
y aun de destruir, tanto como por el amor. Parecería que cualquier
emoción intensa, el amor entre otras, puede estimular y fundirse con
el deseo sexual. Como la mayoría de la gente une el deseo sexual a
la idea del amor, con facilidad incurre en el error de creer que se ama
cuando se desea físicamente. El amor puede inspirar el deseo de la
unión sexual; en tal caso, la relación física hállase libre de avidez, del
deseo de conquistar o ser conquistado, pero está fundido con la
ternura. Si el deseo de unión física no está estimulado por el amor, si
el amor erótico no es a la vez fraterno, jamás conduce a la unión
salvo en un sentido orgiástico y transitorio. La atracción sexual crea,
por un momento, la ilusión de la unión, pero, sin amor, tal «unión»
deja a los desconocidos tan separados como antes -a veces los hace
avergonzarse el uno del otro, o aun odiarse recíprocamente, porque,
cuando la ilusión se desvanece, sienten su separación más
agudamente que antes-. La ternura no es en modo alguno, como
creía Freud, una sublimación del instinto sexual; es el producto
directo del amor fraterno, y existe tanto en las formas físicas del
amor, como en las no físicas.

En el amor erótico hay una exclusividad que falta en el amor fraterno
y en el materno. Ese carácter exclusivo requiere un análisis más
amplio. La exclusividad del amor erótico suele interpretarse
erróneamente como una relación posesiva. Es frecuente encontrar
dos personas «enamoradas» la una de la otra que no sienten amor
por nadie más. Su amor es, en realidad, un egotismo á deux; son dos
seres que se identifican el uno con el otro, y que resuelven el
problema de la separatidad convirtiendo al individuo aislado en dos.
Tienen la vivencia de superar la separatidad, pero, puesto que están
separados del resto de la humanidad, siguen estándolo entre sí y
enajenados de sí mismos; su experiencia de unión no es más que
ilusión. El amor erótico es exclusivo, pero ama en la otra persona a
toda la humanidad, a todo lo que vive. Es exclusivo sólo en el sentido
de que puedo fundirme plena e intensamente con una sola persona.
El amor erótico excluye el amor por los demás sólo en el sentido de
la fusión erótica, de un compromiso total en todos los aspectos de la
vida -pero no en el sentido de un amor fraterno profundo-.

El amor erótico, si es amor, tiene una premisa. Amar desde la
esencia del ser -y vivenciar a la otra persona en la esencia de su ser-.
En esencia, todos los seres humanos son idénticos. Somos todos
parte de Uno; somos Uno. Siendo así, no debería importar a quién
amamos. El amor debe ser esencialmente un acto de la voluntad, de
decisión de dedicar toda nuestra vida a la de la otra persona. Ese es,
sin duda, el razonamiento que sustenta la idea de la indisolubilidad
del matrimonio, así como las muchas formas de matrimonio
tradicional, en las que ninguna de las partes elige a la otra, sino que
alguien las elige por ellas, a pesar de lo cual se espera que se amen
mutuamente. En la cultura occidental contemporánea, tal idea parece
totalmente falsa. Supónese que el amor es el resultado de una reacción
espontánea y emocional, de la súbita aparición de un sentimiento
irresistible. De acuerdo con ese criterio, sólo se consideran
las peculiaridades de los dos individuos implicados –y no el hecho de
que todos los hombres son parte de Adán y todas las mujeres parte
de Eva-. Se pasa así por alto un importante factor del amor erótico, el
de la voluntad. Amar a alguien no es meramente un sentimiento
poderoso -es una decisión, es un juicio, es una promesa-. Si el amor
no fuera más que un sentimiento, no existirían bases para la promesa
de amarse eternamente. Un sentimiento comienza y puede
desaparecer. ¿Cómo puedo yo juzgar que durará eternamente, si mi
acto no implica juicio y decisión?

Tomando en cuenta esos puntos de vista, cabe llegar a la conclusión
de que el amor es exclusivamente un acto de la voluntad y un
compromiso, y de que, por lo tanto, en esencia no importa demasiado
quiénes son las dos personas. Sea que el matrimonio haya sido
decidido por terceros, o el resultado de una elección individual, una
vez celebrada la boda el acto de la voluntad debe garantizar la
continuación del amor. Tal posición parece no considerar el carácter
paradójico de la naturaleza humana y del amor erótico. Todos somos
Uno; no obstante, cada uno de nosotros es una entidad única e
otros. En la medida en que todos somos uno, podemos amar a todos
de la misma manera, en el sentido del amor fraternal. Pero en la
medida en que todos también somos diferentes, el amor erótico
requiere ciertos elementos específicos y altamente individuales que
existen entre algunos seres, pero no entre todos.

Ambos puntos de vista, entonces, el del amor erótico como una
atracción completamente individual, única entre dos personas
específicas, y el de que el amor erótico no es otra cosa que un acto
de la voluntad, son verdaderos -o, como sería quizá más exacto, la
verdad no es lo uno ni lo otro-. De ahí que la idea de una relación que
puede disolverse fácilmente si no resulta exitosa es tan errónea como
la idea de que tal relación no debe disolverse bajo ninguna
circunstancia.

d. Amor a sí mismo.
(Paul Tillich, en un comentario de The Sane Society, en Pastoral Psychology,
setiembre 1955, sugirió que seria mejor abandonar el
ambiguo término «amor a sí mismo» (autoamor, «self-love») y
reemplazarlo por «autoafirmación natural», o «autoaceptación
paradójica». Si bien comprendo yo los méritos de esa sugerencia, no
puedo convenir con el autor al respecto. En el término «amor a sí
mismo», el elemento paradójico en amor a si mismo está mucho más
claramente contenido. Se expresa el hecho de que el amor es una
actitud que es la misma hacia todos los objetos, incluyéndome a mí
mismo. Tampoco debe olvidarse que ese término, en el sentido en
que se lo usa aquí, tiene una historia. La Biblia habla de amor a sí
mismo cuando ordena «ama a tu prójimo como a ti mismo», y Meister
Eckhart habla de amor a sí mismo en el mismo sentido. )

Si bien la aplicación del concepto del amor a diversos objetos no
despierta objeciones, es creencia común que amar a los demás es
una virtud, y amarse a si mismo un pecado. Se su pone que en la
medida en que me amo a mí mismo, no amo a los demás, que amor
a sí mismo es lo mismo que egoísmo. Tal punto de vista se remonta a
los comienzos del pensamiento occidental. Calvino califica de
«peste» el amor a sí mismo (Calvino, Institutes of the Christian
Religion (versión inglesa de J. AIbau), Filadelfia, Presbyterian Board
of Christian Education, 1928, cap. 7, parte 4, pág. 622. ). Freud habla
del amor a sí mismo en términos psiquiátricos, pero no obstante, su
juicio valorativo es similar al de Calvino. Para él, amor a si mismo se
identifica con narcisismo, es decir, la vuelta de la libido hacia el
propio ser. El narcisismo constituye la primera etapa del desarrollo
humano, y la persona que en la vida adulta regresa a su etapa
narcisista, es incapaz de amar; en los casos extremos, es insano.
Freud sostiene que el amor es una manifestación de la libido, y que
ésta puede dirigirse hacia los demás -amor- o hacia uno -amor a sí
mismo-. Amor y amor a sí mismo, entonces, se excluyen mutuamente
en el sentido de que cuanto mayor es uno, menor es el otro. Si el
amor a sí mismo es malo, se sigue que la generosidad es virtuosa.
Surgen los problemas siguientes: ¿La observación psicológica
sustenta la tesis de que hay una contradicción básica entre el amor a
sí mismo y el amor a los demás? ¿Es el amor a sí mismo un
fenómeno similar al egoísmo, o son opuestos? Y ¿es el egoísmo del
hombre moderno realmente una preocupación por sí mismo como
individuo, con todas sus potencialidades intelectuales, emocionales y
sensuales? ¿No se ha convertido «él» en un apéndice de su papel
económico-social? ¿Es su egoísmo idéntico al amor a sí mismo, o es
la causa de la falta de este último?

Antes de comenzar el examen del aspecto psicológico del egoísmo y
del amor a sí mismo, debemos destacar la falacia lógica que implica
la noción de que el amor a los demás y el amor a uno mismo se
excluyen recíprocamente. Si es una virtud amar al prójimo como a
uno mismo, debe serlo también -y no un vicio- que me ame a mí
mismo, puesto que también yo soy un ser humano. No hay ningún
concepto del hombre en el que yo no esté incluido. Una doctrina que
proclama tal exclusión demuestra ser intrínsecamente contradictoria.
La idea expresada en el bíblico «Ama a tu prójimo como a ti mismo»,
implica que el respeto por la propia integridad y unicidad, el amor y la
comprensión del propio sí mismo, no pueden separarse del respeto,
el amor y la comprensión del otro individuo. El amor a sí mismo está
inseparablemente ligado al amor a cualquier otro ser.

Hemos llegado ahora a las premisas psicológicas básicas que
fundamentan las conclusiones de nuestro argumento. En términos
generales, dichas premisas son las siguientes: no sólo los demás,
sino nosotros mismos, somos «objeto» de nuestros sentimientos y
actitudes; las actitudes para con los demás y para con nosotros
mismos, lejos de ser contradictorias, son básicamente conjuntivas. En
lo que toca al problema que examinamos, eso significa: el amor a los
demás y el amor a nosotros mismos no son alternativas. Por el
contrario, en todo individuo capaz de amar a los demás se encontrará
una actitud de amor a sí mismo. El amor, en principio, es indivisible
en lo que atañe a la conexión entre los «objetos» y el propio ser. El
amor genuino constituye una expresión de la productividad, y entraña
cuidado, respeto, responsabilidad y conocimiento. No es un «afecto»
en el sentido de que alguien nos afecte, sino un esforzarse activo
arraigado en la propia capacidad de amar y que tiende al crecimiento
y la felicidad de la persona amada.

Amar a alguien es la realización y concentración del poder de amar.
La afirmación básica contenida en el amor se dirige hacia la persona
amada como una encarnación de las cualidades esencialmente
humanas. Amar a una persona implica amar al hombre como tal. El
tipo de «división del trabajo», como lo llamó William James, que
consiste en amar a la propia familia pero ser indiferente al «extraño»,
es un signo de una incapacidad básica de amar. El amor al hombre
no es, como a menudo se supone, una abstracción que sigue al amor
a una persona específica, sino que constituye su premisa, aunque
genéticamente se adquiera al amar a individuos específicos.

De ello se deduce que mi propia persona debe ser un objeto de mi
amor al igual que lo es otra persona. La afirmación de la vida,
felicidad, crecimiento y libertad propios, está arraigada en la propia
capacidad de amar, esto es, en el cuidado, el respeto, la
responsabilidad y el conocimiento. Si un individuo es capaz de amar
productivamente, también se ama a sí mismo; si sólo ama a los
demás, no puede amar en absoluto.

Dando por establecido que el amor a sí mismo y a los demás es
conjuntivo, ¿cómo explicamos el egoísmo, que excluye
evidentemente toda genuina preocupación por los demás? La
persona egoísta sólo se interesa por sí misma, desea todo para sí
misma, no siente placer en dar, sino únicamente en tomar. Considera
el mundo exterior sólo desde el punto de vista de lo que puede
obtener de él; carece de interés en las necesidades ajenas y de
respeto por la dignidad e integridad de los demás. No ve más que a sí
misma; juzga a todos según su utilidad; es básicamente incapaz de
amar. ¿No prueba eso que la preocupación por los demás y por uno
mismo son alternativas inevitables? Sería así si el egoísmo y el
autoamor fueran idénticos. Pero tal suposición es precisamente la
falacia que ha llevado a tantas conclusiones erróneas con respecto a
nuestros problemas. El egoísmo y el amor a sí mismo, lejos de ser
idénticos, son realmente opuestos. El individuo egoísta no se ama
demasiado, sino muy poco; en realidad, se odia. Tal falta de cariño y
cuidado por sí mismo, que no es sino la expresión de su falta de
productividad, lo deja vacío y frustrado. Se siente necesariamente
infeliz y ansiosamente preocupado por arrancar a la vida las
satisfacciones que él se impide obtener. Parece preocuparse
demasiado por sí mismo, pero, en realidad, sólo realiza un fracasado
intento de disimular y compensar su incapacidad de cuidar de su
verdadero ser. Freud sostiene que el egoísta es narcisista, como si
negara su amor a los demás y lo dirigiera hacia sí. Es verdad que las
personas egoístas son incapaces de amar a los demás, pero
tampoco pueden amarse a sí mismas.

Es más fácil comprender el egoísmo comparándolo con la ávida
preocupación por los demás, como la que encontramos, por ejemplo,
en una madre sobreprotectora. Si bien ella cree conscientemente que
es en extremo cariñosa con su hijo, en realidad tiene una hostilidad
hondamente reprimida contra el objeto de sus preocupaciones. Sus
cuidados exagerados no obedecen a un amor excesivo al niño, sino a
que debe compensar su total incapacidad de amarlo.

Esta teoría de la naturaleza del egoísmo surge de la experiencia
psicoanalítica con la «generosidad» neurótica, un síntoma de
neurosis observado en no pocas personas, que habitualmente no
están perturbadas por ese síntoma, sino por otros relacionados con
él, como depresión, fatiga, incapacidad de trabajar, fracaso en las
relaciones amorosas, etc. No sólo ocurre que no consideran esa
generosidad como un «síntoma»; frecuentemente es el único rasgo
caracterológico redentor del que esas personas se enorgullecen. La
persona «generosa» «no quiere nada para sí misma»; «sólo vive para
los demás», está orgullosa de no considerarse importante. Le intriga
descubrir que, a pesar de su generosidad, no es feliz, y que sus
relaciones con los más íntimos allegados son insatisfactorias. La
labor analítica demuestra que esa generosidad no es algo aparte de
los otros síntomas, sino uno de ellos -de hecho, muchas veces es el
más importante-; que la capacidad de amar o de disfrutar de esa
persona está paralizada; que está llena de hostilidad hacia la vida y
que, detrás de la fachada de generosidad, se oculta un intenso
egocentrismo, sutil, pero no por ello menos intenso. Esa persona sólo
puede curarse si también su generosidad se interpreta como un
síntoma junto con los demás, de modo que su falta de productividad,
que está en la raíz de su generosidad y de las otras perturbaciones,
pueda corregirse.

La naturaleza de esa generosidad se torna particularmente evidente
en su efecto sobre los demás y, con mucha frecuencia en nuestra
cultura, en el efecto que la madre «generosa» ejerce sobre sus hijos.
Ella cree que, a través de su generosidad, sus hijos experimentarán
lo que significa ser amado y aprenderán, a su vez, a amar. Sin
embargo, el efecto de su generosidad no corresponde en absoluto a
sus expectaciones. Los niños no demuestran la felicidad de personas
convencidas de que se los ama; están angustiados, tensos,
temerosos de la desaprobación de la madre y ansiosos de responder
a sus expectativas. Habitualmente, se sienten afectados por la oculta
hostilidad de la madre contra la vida, que sienten, pero sin percibirla
con claridad, y, eventualmente, se empapan de ella. En conjunto, el
efecto producido por la madre «generosa» no es demasiado diferente
del que ejerce la madre egoísta, y aun puede resultar más nefasto,
puesto que la generosidad de la madre impide que los niños la
critiquen. Se los coloca bajo la obligación de no desilusionarla; se les
enseña, bajo la máscara de la virtud, a no gustar de la vida. Si se
tiene la oportunidad de estudiar el efecto producido por una madre
con genuino amor a sí misma, se ve que no hay nada que lleve más a
un niño a la experiencia e lo que son la felicidad, el amor y la alegría,
que el amor de una madre que se ama a sí misma.

Meister Eckhart ha sintetizado magníficamente estas ideas: «Si te
amas a ti mismo, amas a todos los demás como a ti mismo. Mientras
ames a otra persona menos que a ti mismo, no lograrás realmente
amarte, pero si amas a todos por igual, incluyéndote a ti, los amarás
como una sola persona y esa persona es a la vez Dios y el hombre.
Así, pues, es una persona grande y virtuosa la que amándose a sí
misma, ama igualmente a todos los demás» (Meister Eckhart
(versión inglesa de R. B. Blaknev). Nueva York, Harper and Brothers,
1941, pág. 204.)
e. Amor a Dios.

Dijimos antes que la base de nuestra necesidad de amar está en la
experiencia de separatidad y la necesidad resultante de superar la
angustia de la separatidad por medio de la experiencia de la unión.
La forma religiosa del amor, lo que se denomina amor a Dios, es,
desde el punto de vista psicológico, de índole similar. Surge de la
necesidad de superar la separatidad y lograr la unión. En realidad, el
amor a Dios tiene tantos aspectos y cualidades distintos como el
amor al hombre -y en gran medida encontramos en él las mismas
diferencias-.

En todas las religiones teístas, sean politeístas o monoteístas, Dios
representa el valor supremo, el bien más deseable. Por lo tanto, el
significado específico de Dios depende de cuál sea el bien más
deseable para una determinada persona. La comprensión del
concepto de Dios debe comenzar, en consecuencia, con un análisis
de la estructura caracterológica de la persona que adora a Dios.

Hasta donde tenemos conocimiento al respecto, el desarrollo de la
raza humana puede caracterizarse como la emergencia del hombre
de la naturaleza, de la madre, de los lazos de la sangre y el suelo. En
el comienzo de la historia humana, el hombre, si bien expulsado de la
unidad original con la naturaleza, se aferra todavía a esos lazos
primarios. Encuentra seguridad regresando o aferrándose a esos
vínculos primitivos. Siéntese identificado todavía con el mundo de los
animales y de los árboles, y trata de lograr la unidad formando parte
del reino natural. Muchas religiones primitivas son manifestaciones
de esa etapa evolutiva. Un animal se transforma en un tótem; se
utilizan máscaras de animales en los actos religiosos o en la guerra;
se adora a un animal como dios. En una etapa posterior de evolución,
cuando la habilidad humana se ha desarrollado hasta alcanzar la del
artesano o el artista, cuando el hombre no depende ya
exclusivamente de los dones de la naturaleza -la fruta que encuentra
y el animal que mata- el hombre transforma el producto de su propia
mano en un dios. Es ésa la etapa de la adoración de ídolos hechos
de arcilla, plata u oro. El hombre proyecta sus poderes y habilidades
propios en las cosas que hace, y así, a distancia, adora sus proezas,
sus posesiones. En una etapa ulterior, el hombre da a sus dioses la
forma de seres humanos. Parece que eso sólo puede ocurrir cuando
el hombre se ha tornado más consciente de sí mismo, y cuando ha
descubierto al hombre como la «cosa» más elevada y digna en el
mundo. En esa fase de adoración de un dios antropomórfico,
encontramos una evolución de dos dimensiones. Una se refiere a la
naturaleza femenina o masculina de los dioses, la otra al grado de
madurez alcanzada por el hombre, grado que determina la naturaleza
de sus dioses y la naturaleza de su amor a ellos.

Hablemos en primer término del paso desde las religiones
matriarcales a las patriarcales. De acuerdo con los notables y
decisivos descubrimientos de Bachofen y Morgan a mediados del
siglo pasado, y a pesar de que la mayoría de los círculos académicos
rechazó esos hallazgos, no parecen existir dudas acerca de la
existencia de una fase matriarcal de la religión, anterior a la
patriarcal, por lo menos en muchas culturas. En la fase matriarcal, el
ser superior es la madre. Es la diosa, y así mismo la autoridad en la
familia y la sociedad. Para comprender la esencia de la religión
matriarcal basta recordar lo dicho sobre la esencia del amor materno.
El amor de la madre es incondicional, y también es omniprotector y
envolvente; como es incondicional, tampoco puede controlarse o
adquirirse. Su presencia da a la persona amada una sensación de
dicha; su ausencia produce un sentimiento de abandono y profunda
desesperación. Puesto que la madre ama a sus hijos porque son sus
hijos, y no porque sean «buenos», obedientes, o cumplan sus deseos
y órdenes, el amor materno se basa en la igualdad. Todos los
hombres son iguales, porque son todos hijos de una madre, porque
todos son hijos de la Madre Tierra.

La etapa siguiente de la evolución humana, la única que conocemos
plenamente y a cuyo respecto no tenemos necesidad de confiar en
inferencias y reconstrucciones, es la fase patriarcal. En ella, la madre
pierde su posición suprema y el padre se convierte en el Ser
Supremo, tanto en la religión como en la sociedad. La naturaleza del
amor del padre le hace tener exigencias, establecer principios y
leyes, y a que su amor al hijo dependa de la obediencia de éste a sus
demandas. Prefiere al hijo que más se le asemeja, al más obediente
y capacitado para sucederle, como heredero de todas sus
posesiones. (El desarrollo de la sociedad patriarcal es paralelo al de
la propiedad privada.) Como consecuencia, la sociedad patriarcal es

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jerárquica; la igualdad de los hermanos se transforma en competencia
y lucha mutua. Sea que consideremos las culturas india, egipcia o
griega, o las religiones judeo-cristiana o islámica, nos encontramos
en medio de un mundo patriarcal, con dioses masculinos, sobre los
que reina un dios principal, o donde todos los dioses han sido
eliminados menos Uno, el Dios. Sin embargo, puesto que es
imposible arrancar del corazón humano el anhelo de amor materno,
no es sorprendente que la figura de la madre amante no se haya
podido expulsar totalmente del panteón. En la religión judía, los
aspectos maternos de Dios vuelven a introducirse, en especial en las
diversas corrientes místicas. En la religión católica, la Iglesia y la
Virgen simbolizan a la Madre. Ni siquiera en el protestantismo permanece
oculta. Lutero estableció como principio fundamental que nada
de lo que el hombre hace puede procurarle el amor de Dios. El amor
de Dios es Gracia, la actitud religiosa consiste en tener fe en esa
gracia, y hacerse pequeño y desvalido; las buenas obras no pueden
influir sobre Dios -o hacer que Dios nos ame, como postulan las
doctrinas católicas-. Aquí es evidente que la doctrina católica de las
buenas obras forma parte del cuadro patriarcal; es posible alcanzar el
amor del padre mediante la obediencia y el cumplimiento de sus
exigencias. La doctrina luterana, en cambio, a pesar de su manifiesto
carácter patriarcal, contiene un elemento matriarcal soslayado. El
amor de la madre no puede adquirirse; está ahí, o no; todo lo que
puedo hacer es tener fe (como dice el salmista: «Sobre los pechos de
mi madre, me hiciste estar confiado»16 (Salmos, 22 : 9.)), y transformarme
en una criatura desvalida e impotente. Pero la peculiaridad de
la fe de Lutero consiste en que la figura de la madre desapareció del
cuadro manifiesto y fue reemplazada por la del padre; en lugar de la
certeza de ser amado por la madre, se convierte en rasgo
fundamental la intensa duda, el esperar, contra toda esperanza, el
amor incondicional del padre.

He tenido que examinar la diferencia entre los elementos matriarcales
y patriarcales en la religión para mostrar que el carácter del amor a
Dios depende de la respectiva gravitación de los aspectos
matriarcales y patriarcales en la religión. El aspecto patriarcal me
hace amar a Dios como a un padre; supongo que es justo y severo,
que castiga y recompensa; y, evidentemente, que me elegirá como
hijo favorito, tal como Dios eligió a Abraham-Israel, como Isaac eligió
a Jacob, como Dios elige a su pueblo favorito. En el aspecto

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matriarcal de la religión, amo a Dios como a una madre omnímoda.
Tengo fe en su amor y sé que pese a cuan pobre e impotente sea, a
cuanto haya pecado, me amará y no amará a ninguno de sus otros
hijos más que a mí; que me ocurra lo que me ocurriere, me rescatará,
me salvará, me perdonará. Innecesario es decir que mi amor a Dios y
el amor de Dios a mi son inseparables. Si Dios es un padre, me ama
como a un hijo, y yo lo amo como a un padre. Si Dios es una madre,
este hecho determina su amor y mi amor.

Esa diferencia entre los aspectos maternos y paternos del amor a
Dios es, empero, sólo uno de los factores que determinan la
naturaleza de ese amor; el otro factor es el grado de madurez
alcanzado por el individuo y, por lo tanto, en su concepto de Dios y su
amor a Dios.

Dado que la raza humana evolucionó desde una estructura societal
centrada en la madre a una centrada en el padre, es principalmente
en el desenvolvimiento de la religión patriarcal donde podemos
observar el desarrollo de un amor maduro (Eso es verdad
especialmente en lo que atañe a las religiones monoteístas de
occidente. En las religiones indias las figuras maternas han
conservado buena parte de su influencia, por ejemplo, en la diosa
Kali; en el budismo y en el taoísmo, el concepto de un dios -o de una
diosa- carecía de significación esencial, si es que no había sido
eliminado por completo.). Al comienzo de esa evolución, encontramos
un Dios despótico, celoso, que considera que el hombre que él ha
creado es su propiedad, y que tiene derecho a hacer con él cuanto
quiera. Es ésa la fase religiosa en la que Dios arroja al hombre del
paraíso, para que no coma del árbol del saber y se convierta así en
Dios mismo; es la fase en la que Dios decide destruir la raza humana
mediante el diluvio, porque ninguno de sus miembros le gusta, con la
excepción de su hijo favorito, Noé; es la fase en la que Dios le exige
a Abraham que mate a su único y amado hijo Isaac, para probar su
amor por El con un acto de total obediencia. Pero al mismo tiempo
comienza una nueva etapa; Dios hace un pacto con Noé, por el cual
le promete no volver a destruir jamás la raza humana, un pacto en el
cual él mismo se compromete. No sólo está atado por sus promesas,
sino por su propio principio de justicia, y sobre esa base Dios debe
someterse al pedido de Abraham de no destruir Sodoma si en ella
hay por lo menos diez hombres justos. Pero la evolución va más allá

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de transformar a Dios, de la figura de un despótico jefe de tribu en un
padre amante, en un padre que está sometido al principio que él
mismo ha postulado; tiende a que Dios deje de ser la figura de un
padre y se convierta en el símbolo de sus principios, los de justicia,
verdad y amor. Dios es verdad, Dios es justicia. En ese desarrollo,
Dios deja de ser una persona, un hombre, un padre; se convierte en
el símbolo del principio de unidad subyacente a la multiplicidad de los
fenómenos, de la visión de la flor que crecerá de la semilla espiritual
que alberga el hombre en su interior. Dios no puede tener un nombre.
Un nombre siempre denota una cosa, o una persona, algo finito.
¿Cómo puede Dios tener un nombre, si no es una persona ni una
cosa?

El incidente más notable de ese cambio es el relato bíblico de la
revelación de Dios a Moisés. Cuando Moisés le dice que los hebreos
no creerán que Dios lo ha enviado, a menos que pueda decirles el
nombre de Dios (¿cómo podrían los adoradores de ídolos
comprender un Dios sin nombre, puesto que la esencia misma de un
ídolo es tener un nombre?), Dios hace una concesión. Dice a Moisés
que su nombre es «Yo soy el que soy». «Yo soy el que seré es mi
nombre.» El «yo soy el que seré» significa que Dios no es finito, que
no es una persona, un «ser». La traducción más adecuada de la frase
sería: dile que «mi nombre es sinnombre». La prohibición de hacer
imágenes de Dios, de pronunciar su nombre en vano, y
eventualmente, de pronunciar su nombre en absoluto, apunta a la
misma finalidad, la de liberar al hombre de la idea de que Dios es un
padre, una persona. En el desarrollo teológico ulterior, la idea se
transforma en el principio de que ni siquiera deben darse a Dios
atributos positivos. Decir que Dios es sabio, poderoso, bueno, implica
nuevamente que es una persona; todo lo que puedo hacer es decir lo
que Dios no es, enumerar sus atributos negativos, postular que no es
limitado, que no es malo, que no es injusto. Cuanto más sé lo que
Dios no es, mayor es mi conocimiento de Dios (Cf. el concepto de
Maimónides de los atributos negativos de Dios en la Guía de los
Perplejos.).

Si seguimos la maduración de la idea monoteísta en sus
consecuencias ulteriores sólo llegaremos a una conclusión: no
mencionar para nada el nombre de Dios, no hablar acerca de Dios.
Dios se convierte entonces en lo que es potencialmente en la teología
monoteísta, el Uno sin nombre, un balbuceo inexpresable, que se
refiere a la unidad subyacente al universo fenoménico, la fuente de
toda existencia; Dios se torna verdad, amor, justicia. Dios es yo, en la
medida en que soy humano.

Es evidente que tal evolución desde el principio antropomórfico al
puro monoteísmo establece una diferencia fundamental en la
naturaleza del amor a Dios. El Dios de Abraham puede amarse o
temerse, como un 'padre, y su aspecto predominante es a veces la
tolerancia, a veces la ira. En el grado en que Dios es el padre, yo soy
el hijo. No he emergido plenamente del deseo autista de omnisciencia
y omnipotencia. No he adquirido aún la objetividad necesaria para
percatarme de mis limitaciones como ser humano, de mi ignorancia,
mi desvalidez. Reclamo aún, como una criatura, que haya un padre
que me rescate, que me vigile, que me castigue, un padre que me
aprecie cuando soy obediente, que se sienta halagado por mis loas y
enojado a causa de mi desobediencia. Es notorio que la mayoría de
la gente no ha superado, en su evolución personal, esa etapa infantil,
y de ahí que su fe en Dios signifique creer en un padre protector -una
ilusión infantil-. Esta sigue siendo la forma predominante, a pesar del
hecho de que algunos grandes maestros de la raza humana y un
pequeño número de hombres hayan superado ese concepto de la
religión.

En la medida en que las cosas son así, la crítica de la idea de Dios,
tal como la expresó Freud, es correcta. El error, sin embargo, está en
el hecho de que no tuvo en cuenta el otro aspecto de la religión
monoteísta, y su verdadero núcleo, cuya lógica lleva exactamente a
la negación de este concepto de Dios. La persona verdaderamente
religiosa, que capta la esencia de la idea monoteísta, no reza por
nada, no espera nada de Dios; no ama a Dios como un niño a su
padre o a su madre; ha adquirido la humildad necesaria para percibir
sus limitaciones, hasta el punto de saber que no sabe nada acerca de
Dios. Dios se convierte para ella en un símbolo en el que el hombre,
en una etapa más temprana de su evolución, ha expresado la
totalidad de lo que se esfuerza por alcanzar, el reino del mundo
espiritual, del amor, la verdad, la justicia. Tiene fe en los principios
que «Dios» representa; piensa la verdad, vive el amor y la justicia, y
considera que su vida toda es valiosa sólo en la medida en que le da
la oportunidad de llegar a un desenvolvimiento cada vez más pleno
de sus poderes humanos -como la única realidad que cuenta, el único
objeto de «fundamental importancia»-; y, eventualmente, no habla de
Dios -ni siquiera menciona su nombre-. Amar a Dios, si usara esa
palabra, significaría entonces anhelar el logro de la plena capacidad
de amar, para la realización de lo que «Dios» representa en uno
mismo.

Desde ese punto de vista, la consecuencia lógica del pensamiento
monoteísta es la negación de toda «teología», de todo «conocimiento
de Dios». No obstante, sigue habiendo una diferencia entre tan
radical concepción no-teológica y un sistema no teísta, por ejemplo,
en el budismo primitivo o en el taoísmo.

En todos los sistemas teistas, aun los místicos y no-teológicos, existe
el supuesto de la realidad del reino espiritual, que trasciende al
hombre, que da significado y validez a los pode res espirituales del
hombre y a sus esfuerzos por alcanzar la salvación y el nacimiento
interior. En un sistema no-teísta no existe un reino espiritual fuera del
hombre o trascendente a él. El reino del amor, la razón y la justicia
existe como una realidad únicamente porque el hombre ha podido
desenvolver esos poderes en sí mismo a través del proceso de su
evolución y sólo en esa medida. En tal concepción, la vida no tiene
otro sentido que el que el hombre le da; el hombre está completamente
solo, salvo en la medida en que ayuda a otro.

Puesto que ¡le hablado del amor a Dios, quiero aclarar que,
personalmente, no pienso en función de un concepto teísta, y que, en
mi opinión, el concepto de Dios es sólo un concepto históricamente
condicionado, en el que el hombre ha expresado su experiencia de
sus poderes superiores, su anhelo de verdad y de unidad en
determinado período histórico. Pero creo también que las
consecuencias de un monoteísmo estricto y la preocupación
fundamental no-teísta por la realidad espiritual son dos puntos de
vista que, aunque diferentes, no se contradicen necesariamente.

Pero aquí surge otra dimensión de la cuestión del amor a Dios, que
debemos analizar para medir la profundidad del problema. Me refiero
a una diferencia fundamental en la actitud religiosa entre Oriente
(China e India) y el Occidente, diferencia que cabe expresar en
función de conceptos lógicos. Desde Aristóteles, el mundo occidental
ha seguido los principios lógicos de la filosofía aristotélica. Esa lógica
se basa en el principio de identidad que afirma que A es A, el
principio de contradicción (A no es no A) y el principio del tercero
excluido (A no puede ser A y no A, tampoco A ni no A). Aristóteles
explica claramente su posición en el siguiente pasaje: «Es imposible
que una misma cosa simultáneamente pertenezca y no pertenezca a
la misma cosa y en el mismo sentido, sin perjuicio de otras
determinaciones que podrían agregarse para enfrentar las objeciones
lógicas. Este es, entonces, el más cierto de todos los principios …
(Aristóteles, Metafísica, libro 3, 1005b, 20. )

Este axioma de la lógica aristotélica está tan hondamente arraigado
en nuestros hábitos de pensamiento que se siente como «natural» y
autoevidente, mientras que, por otra parte, la confirmación de que X
es A y no es A parece insensata. (Desde luego, la afirmación se
refiere al sujeto X en un momento dado, no a X ahora y a X más
tarde, o a un aspecto de X frente a otro aspecto.)

En oposición a la lógica aristotélica, existe la que podríamos llamar
lógica paradójica, que supone que A y no-A no se excluyen
mutuamente como predicados de X. La lógica paradójica predominó
en el pensamiento chino e indio, en la filosofía de Heráclito, y
posteriormente, con el nombre de dialéctica, se convirtió en la
filosofía de Hegel y de Marx. Lao-tsé formuló claramente el principio
general de la lógica paradójica: «Las palabras que son estrictamente
verdaderas parecen ser paradójicas» (Lao-tsé, The Tao Teh King,
The Sacred Books of the East, ed. por F. Max Mueller, Vol. XXXIX,
Londres, Oxford University Press, 1927, pág. 120.). Y Chuang-tzu:
«Lo que es uno es uno. Aquello que es no-uno, también es uno.»
Tales formulaciones de la lógica paradójica son positivas: es y no es.
Otras son negativas: no es esto ni aquello. Encontramos la primera
expresión en el pensamiento taoísta, en Heráclito y en la dialéctica de
Hegel; la segunda formulación es frecuente en la filosofía india.

Aunque estaría más allá de los propósitos de este libro intentar una
descripción más detallada de la diferencia entre la lógica aristotélica y
la paradójica, mencionaré unos pocos ejemplos para hacer más
comprensible el principio. La lógica paradójica tiene en Heráclito su
primera manifestación filosófica en el pensamiento occidental.
Heráclito afirma que el conflicto entre los opuestos es la base de toda
existencia. «Ellos no comprenden», dice «que el Uno total, divergente
en sí mismo, es idéntico a sí mismo: armonía de tensiones opuestas,
como en el arco y en la lira» (W. Capelle, Die Vorsokratiker, Stuttgart,
Alfred Kroener Verlag, 1953, pág. 134 (Mi traducción, E. F.).. O aun
con mayor claridad: «Nos bañamos en el mismo río y, sin embargo,
no en el mismo; somos nosotros y no somos nosotros»( Ibídem, pág.
132 ). O bien: «Uno y lo mismo se manifiesta en las cosas como vivo
y muerto, despierto y dormido, joven y viejo». ( Ibídem, pág. 133.)

En la filosofía de Lao-tsé la misma idea exprésase en una forma más
poética. Un ejemplo característico del pensamiento paradójico taoísta
es el siguiente: «La gravedad es la raíz de la liviandad; la quietud es
la rectora del movimiento» (Mueller, op. cit., pág. 69 ). O bien: «El Tao
en su curso regular no hace nada y, por lo tanto, no hay nada que no
haga» ( Ibídem, pág. 79. ). O bien: «Mis palabras son muy fáciles de
conocer y muy fáciles de practicar; pero no hay nadie en el mundo
capaz de conocerlas y practicarlas» (Ibídem, pág. 112 ). En el pensamiento
taoísta, así como en el pensamiento indio y socrático, el nivel
más alto al que puede conducirnos el pensamiento es conocer lo que
no conocemos: «Conocer y, no obstante [pensar] que no conocemos
es el más alto [logro]; no conocer [y sin embargo pensar] que
conocemos es una enfermedad» (Ibídem, pág. 113 ). Que el Dios
supremo no pueda nombrarse no es sino una consecuencia de esa
filosofía. La realidad final, lo Uno fundamental, no puede encerrarse
en palabras o en pensamientos. Como dice Lao-tsé, «El Tao que
puede ser hallado, no es el Tao permanente y estable. El nombre que
puede nombrarse no es el nombre permanente y estable» (Ibídem,
pág. 47 ). O, en una formulación distinta: «Lo miramos y no lo vemos,
y lo llamamos el `Ecuable'. Lo escuchamos y no lo oímos, y lo
llamamos el `Inaudible'. Tratamos de captarlo, y no logramos hacerlo,
y lo nombramos el `Sutil'. Con estas tres cualidades no puede ser
sujeto de descripción; y por eso las fundimos y obtenemos El Uno»
(Ibídem, pág. 57.). Y aun otra formulación de la misma idea: «El que
conoce [el Tao] no (necesita) hablar (sobre él); el que está [siempre
dispuesto a] hablar sobre él no lo conoce»». (Ibídem, pág. 100)

La filosofía brahmánica se preocupaba por la relación entre la
multiplicidad (de los fenómenos) y la unidad (Brahma). Pero la
filosofía paradójica no debe confundirse en la India ni en la China con
un punto de vista dualista. La armonía (unidad) consiste en la
posición conflictual que la constituye. «El pensamiento brahmánico
desde el principio giró alrededor de la paradoja de los antagonismos
simultáneos -y no obstante identidad de las fuerzas y formas
manifiestas del mundo fenoménico...» (H. R. Zimmer, Philosophies of
India, Nueva York, Pantheon Books, 1951. ) El poder esencial en el
Universo y en el hombre trasciende tanto la esfera conceptual como
la sensible. No es, por lo tanto, «ni esto ni aquello». Pero, como
advierte Zimmer, «no hay antagonismo entre `real e irreal' en esta
realización estrictamente nodualista» (Ibídem.). En su búsqueda de
la unidad más allá de la multiplicidad, los pensadores brahmánicos
llegaron a la conclusión de que el par de opuestos que se percibe no
refleja la naturaleza de las cosas, sino la de la mente percipiente. El
pensamiento percipiente debe trascenderse a si mismo para alcanzar
la verdadera realidad. La oposición es una categoría de la mente
humana, no un elemento de la realidad. En el RigVeda, el principio se
expresa en la siguiente forma: «Yo soy los dos, la fuerza vital y el
material vital, los dos a la vez.» La consecuencia extrema de la idea
de que el pensamiento sólo puede percibir en contradicciones
aparece en forma aún más drástica en la teoría vedanta, que postula
que el pensamiento -a pesar de su fino discernimiento- es «sólo un
más sutil horizonte de ignorancia, en realidad, el más sutil de todos
los engañosos recursos de maya» (Ibídem, pág. 424.)

La lógica paradójica tiene una significativa relación con el concepto
de Dios. En el grado en que Dios representa la realidad esencial, y la
mente humana percibe la realidad en contra dicciones, no puede
hacerse afirmación positiva alguna acerca de Dios. En los Vedas, la
idea de un Dios omnisapiente y omnipotente se considera la forma
más extrema de ignorancia. (Ibídem, pág. 424. ) Vemos aquí la
conexión con la falta de nombre del Tao, el nombre innominado del
Dios que se revela a Moisés, la «Nada absoluta» de Meister Eckhart.
El hombre sólo puede conocer la negación, y nunca la posición de la
realidad esencial. «Mientras tanto, el hombre no puede conocer lo
que Dios es, aunque tenga plena conciencia de lo que Dios no es...
Así satisfecha con nada, la mente clama el bien supremo.» ( Meister
Eckhart, Nueva York, Harper and Brothers, 1941, pág. 114. ) Para
Meister Eckhart, «El Divino es una negación de las negaciones, y una
negativa de las negativas... Todas las criaturas contienen una
negación: una niega que es la otra» (Ibídem, pág. 247. Cf. también la
teología negativa de Maimónides.)Es tan sólo como una
consecuencia ulterior que Dios se convierte para Meister Eckhart en
«La Nada absoluta», tal como la realidad esencial es el «En Sof>, lo
Sin Fin, para la Cábala.

He examinado la diferencia entre la lógica aristotélica y la paradójica
con el propósito de preparar el terreno para una importante distinción
en el concepto del amor a Dios. Los maestros de la lógica paradójica
afirman que el hombre puede percibir la realidad sólo en
contradicciones, y que su pensamiento es incapaz de captar la
realidad-unidad esencial, lo Uno mismo. Ello trajo como consecuencia
que no se aspira como finalidad última a descubrir la respuesta en el
pensamiento. Este sólo nos dice que no puede darnos la última
respuesta. El mundo del pensamiento permanece envuelto en la
paradoja. La única forma como puede captarse el mundo en su
esencia reside, no en el pensamiento, sino en el acto, en la
experiencia de unidad.

La lógica paradójica llega así a la conclusión de que el amor a Dios
no es el conocimiento de Dios mediante el pensamiento, ni el
pensamiento del propio amor a Dios, sino el acto de experimentar la
unidad con Dios.

Por lo tanto, lo más importante es la forma correcta de vivir. Toda la
vida, cada acción, banal o importante, se dedica al conocimiento de
Dios, pero no a un conocimiento por medio del pensamiento correcto,
sino de la acción correcta. Las religiones orientales constituyen una
clara ilustración de ese concepto. Tanto en el brahmanismo como en
el budismo y el taoísmo, la finalidad fundamental de la religión no es
la creencia correcta, sino la acción correcta. Lo mismo ocurre en la
religión judía. Prácticamente no se registra en la tradición judía
ningún cisma por cuestiones de creencia (la única gran excepción, la
diferencia entre fariseos y saduceos, se produjo esencialmente entre
dos clases sociales opuestas). La religión judía asignaba especial
importancia (particularmente desde el comienzo de la era cristiana) a
la forma correcta de vivir, el Halacha (palabra que, en realidad, tiene
casi el mismo sentido que el Tao).

En la historia moderna, el mismo principio se expresa en el
pensamiento de Spinoza, Marx y Freud. En la filosofía de Spinoza, el
acento se traslada de la creencia correcta a la conducta correcta en
la vida. Marx sostuvo idéntico principio cuando dijo: «Los filósofos
han interpretado el mundo de distintas maneras; la tarea es
transformarlo.» La lógica paradójica de Freud lo llevó al proceso de la
terapia psicoanalítica, la experiencia cada vez más profunda de uno
mismo.

Desde el punto de vista de la lógica paradójica, lo fundamental no es
el pensamiento, sino el acto. Tal actitud tiene diversas otras
consecuencias. En primer término, llevó a la tole rancia que
encontramos en el desarrollo religioso indio y chino. Si el
pensamiento correcto no constituye la última verdad ni la forma de
lograr la salvación, no hay razones que justifiquen el oponerse a los
que han arribado a formulaciones distintas. Esa tolerancia está
bellamente expresada en la historia de varios hombres a quienes se
pidió que describieran un elefante en la oscuridad. Uno de ellos,
tocándole la trompa, dijo: «este animal es como una cañería»; otro,
tocándole la oreja, dijo: «este animal es como un abanico»; un
tercero, tocándole las patas, lo describió como una columna.

En segundo lugar, el punto de vista paradójico llevó a dar más
importancia al hombre en transformación que al desarrollo del dogma,
por una parte, y de la ciencia, por la otra. Desde el punto de vista
chino, indio y místico, la tarea religiosa del hombre no consiste en
pensar bien, sino en obrar bien, y en llegar a ser uno con lo Uno en el
acto de la meditación concentrada.

En lo que toca a la corriente principal del pensamiento occidental,
cabe afirmar lo contrario. Puesto que se esperaba encontrar la verdad
fundamental en el pensamiento correcto, otorgábase especial
importancia al pensar, aunque también se valoraba la acción
correcta. En la evolución religiosa tal actitud condujo a la formación
de dogmas, a interminables argumentos acerca de los principios
dogmáticos, y a la intolerancia frente al «no creyente» o hereje. Más
aún, llevó a considerar la «fe en Dios» como la principal finalidad de
la actitud religiosa. Naturalmente, eso no significa que no existiese
también el concepto de que se debía vivir correctamente. Pero, no
obstante, la persona que creía en Dios -aunque no viviera a Dios-
sentíase superior a los que vivían a Dios, pero no «creían» en él.
El énfasis puesto en el pensamiento posee asimismo otra
consecuencia de importancia histórica. La idea de que se podía
encontrar la verdad por medio del pensamiento llevó no sólo al
dogma, sino también a la ciencia. En la ciencia el pensamiento
correcto es todo lo que cuenta, tanto en el sentido de la honestidad
intelectual como en el de su aplicación a la práctica -esto es, a la
técnica-.
En resumen, la lógica paradójica llevó a la tolerancia y a un esfuerzo
hacia la autotransformación. La consideración aristotélica condujo al
dogma y a la ciencia, a la Iglesia Católica, y al descubrimiento de la
energía atómica.

Hemos explicado ya implícitamente las consecuencias de tal
diferencia entre ambos puntos de vista en lo que se refiere al
problema del amor a Dios, y sólo es necesario resumirlas brevemente.


En el sistema religioso occidental predominante, el amor a Dios es
esencialmente lo mismo que la fe en Dios, en su existencia, en su
justicia, en su amor. El amor a Dios es fundamentalmente una
experiencia mental. En las religiones orientales y en el misticismo, el
amor a Dios es una intensa experiencia afectiva de unidad,
inseparablemente ligada a la expresión de ese amor en cada acto de
la vida. La formulación más radical de esa meta pertenece a Meister
Eckhart: «Si, por lo tanto, me transformo en Dios y El me hace uno
Consigo mismo, entonces, por el Dios viviente, no hay distinción
alguna entre nosotros... Alguna gente cree que va a ver a Dios, que
va a ver a Dios como si él estuviera allí, y ellos aquí, pero eso no ha
de ocurrir. Dios y yo somos uno. Al conocer a Dios, lo tomo en mí
mismo. Al amar a Dios, lo penetro» (Meister Eckhart, op. cit., págs.
181-2.). Podemos volver ahora a un importante paralelo entre el amor
a los padres y el amor a Dios. Al comienzo, el niño está ligado a la
madre como «fuente de toda existencia». Se siente desvalido y
necesita el amor omnímodo de la madre. Luego se vuelca hacia el
padre como nuevo centro de sus afectos, siendo el padre un principio
rector del pensamiento y la acción; en esa etapa, lo impulsa la
necesidad de conquistar el elogio del padre, y de evitar su
disconformidad. En la etapa de la plena madurez, se ha liberado de
las personas de la madre y del padre como poderes protector e
imperativo; ha establecido en sí mismo los principios materno y
paterno. Se ha convertido en su propio padre y madre; es padre y
madre. En la historia de la raza humana observamos -y podemos
anticipar- idéntico desarrollo desde el comienzo del amor a Dios
como la desamparada relación con una Diosa madre, a través de la
obediencia a un Dios paternal, hasta una etapa madura en la que
Dios deja de ser un poder exterior, en la que el hombre ha
incorporado en sí mismo los principios de amor y justicia, en la que
se ha hecho uno con Dios y, eventualmente, a un punto en que sólo
habla de Dios en un sentido poético y simbólico.

De tales consideraciones se deduce que el amor a Dios no puede
separarse del amor a los padres. Si una persona no emerge de la
relación incestuosa con la madre, el clan, la nación, si mantiene su
dependencia infantil de un padre que castiga y recompensa, o de
cualquier otra autoridad, no puede desarrollar un amor maduro a
Dios; su religión es, entonces, la que corresponde a la primera fase
religiosa, en la que se experimentaba a Dios como a una madre
protectora o un padre que castiga y recompensa.

En la religión contemporánea encontramos todas las fases, desde la
más antigua y primitiva hasta la más elevada. La palabra «Dios»
denota el jefe de tribu tanto como la «Nada absoluta». En igual forma,
cada individuo conserva en sí mismo, en su inconsciente, como lo ha
demostrado Freud, todas las etapas desde la del infante desvalido en
adelante. La cuestión es hasta qué punto ha crecido. Una cosa es
segura: la naturaleza de su amor a Dios corresponde a la naturaleza
de su amor al hombre, y, además, la verdadera cualidad de su amor
a Dios y al hombre es con frecuencia inconsciente -encubierta y
racionalizada por una idea más madura de lo que su amor es-. El
amor al hombre, además, si bien directamente arraigado en sus
relaciones con su familia, está determinado, en última instancia, por
la estructura de la sociedad en que vive. Si la estructura social es de
sumisión a la autoridad -autoridad manifiesta o autoridad anónima de
la opinión pública y del mercado-, su concepto de Dios será infantil y
estará muy alejado del concepto maduro, cuyas semillas se
encuentran en la historia de la religión monoteísta.

III. EL AMOR Y SU DESINTEGRACIÓN EN LA SOCIEDAD
OCCIDENTAL CONTEMPORÁNEA
Si el amor es una capacidad del carácter maduro, productivo, de ello
se sigue que la capacidad de amar de un individuo perteneciente a
cualquier cultura dada depende de la influencia que esa cultura
ejerce sobre el carácter de la persona media. Al hablar del amor en la
cultura occidental contemporánea, entendemos preguntar si la
estructura social de la civilización occidental y el espíritu que de ella
resulta llevan al desarrollo del amor. Plantear tal interrogante es
contestarlo negativamente. Ningún observador objetivo de nuestra
vida occidental puede dudar de que el amor -fraterno, materno y
erótico- es un fenómeno relativamente raro, y que en su lugar hay
cierto número de formas de pseudoamor, que son, en realidad, otras
tantas formas de la desintegración del amor.

La sociedad capitalista se basa en el principio de libertad política, por
un lado, y del mercado como regulador de todas las relaciones
económicas, y por lo tanto, sociales, por el otro. El mercado de
productos determina las condiciones que rigen el intercambio de
mercancías, y el mercado del trabajo regula la adquisición y venta de
la mano de obra. Tanto las cosas útiles como la energía y la habilidad
humanas se transforman en artículos que se intercambian sin utilizar
la fuerza y sin fraude en las condiciones del mercado. Los zapatos,
por útiles y necesarios que sean, carecen de valor económico (valor
de intercambio) si no hay demanda de ellos en el mercado; la energía
y la habilidad humanas no tienen valor de intercambio si no existe
demanda en las condiciones existentes en el mercado. El poseedor
de capital puede comprar mano de obra y hacerla trabajar para la
provechosa inversión de su capital. El poseedor de mano de obra
debe venderla a los capitalistas según las condiciones existentes en
el mercado, o pasará hambre. Tal estructura económica se refleja en
una jerarquía de valores. El capital domina al trabajo; las cosas
acumuladas, lo que está muerto, tiene más valor que el trabajo, los
poderes humanos, lo que está vivo.

Tal ha sido la estructura básica del capitalismo desde sus comienzos.
Y si bien caracteriza todavía al capitalismo moderno, se han
modificado ciertos factores que dan al capitalismo contemporáneo
sus cualidades específicas y ejercen una honda influencia sobre la
estructura caracterológica del hombre moderno. Como resultado del
desarrollo del capitalismo, presenciamos un proceso siempre
creciente de centralización y concentración del capital. Las grandes
empresas se expanden continuamente, mientras las pequeñas se
asfixian. La posesión del capital invertido en tales empresas está
cada vez más separada de la función de administrarlas. Cientos de
miles de accionistas «poseen» la empresa; una burocracia
administrativa bien pagada, pero que no posee la empresa, la
maneja. Esa burocracia está menos interesada en obtener beneficios
máximos que en la expansión de la empresa, y en su propio poder.
La concentración creciente de capital y el surgimiento de una
poderosa burocracia administrativa corren parejas con el desarrollo
del movimiento laboral. A través de la sindicalización del trabajo, el
trabajador individual no tiene que comerciar por y para sí mismo en el
mercado laboral; pertenece a grandes sindicatos, dirigidos también
por una poderosa burocracia que lo representa ante los colosos
industriales. La iniciativa ha pasado, para bien o para mal, del
individuo a la burocracia, tanto en lo que respecta al capital como al
trabajo. Un número cada vez mayor de individuos deja de ser
independiente y comienza a depender de quienes dirigen los grandes
imperios económicos.
Otro rasgo decisivo que resulta de esa concentración del capital, y
característico del capitalismo moderno, es la forma específica de la
organización del trabajo. Empresas sumamente centralizadas con
una división radical del trabajo conducen a una organización donde el
trabajador pierde su individualidad, en la que se convierte en un
engranaje no indispensable de la máquina. El problema humano del
capitalismo moderno puede formularse de la siguiente manera:

El capitalismo moderno necesita hombres que cooperen mansamente
y en gran número; que quieran consumir cada vez más; y cuyos
gustos estén estandarizados y puedan modificarse y anticiparse
fácilmente. Necesita hombres que se sientan libres e independientes,
no sometidos a ninguna autoridad, principio o conciencia moral dispuestos,
empero, a que los manejen, a hacer lo que se espera de
ellos, a encajar sin dificultades en la maquinaria social-; a los que se
pueda guiar sin recurrir a la fuerza, conducir, sin líderes, impulsar sin
finalidad alguna -excepto la de cumplir, apresurarse, funcionar, seguir
adelante-.

¿Cuál es el resultado? El hombre moderno está enajenado de sí
mismo, de sus semejantes y de la naturaleza. (Cf. un estudio más
detallado del apartamiento y de la influencia de la sociedad moderna
sobre el carácter del hombre en mi libro The Sane Society, Nueva
York, Rinehart and Company, 1955.) Se ha transformado en un
articulo, experimenta sus fuerzas vitales como una inversión que
debe producirle el máximo de beneficios posible en las condiciones
imperantes en el mercado. Las relaciones humanas son
esencialmente las de autómatas enajenados, en las que cada uno
basa su seguridad en mantenerse cerca del rebaño y en no diferir en
el pensamiento, el sentimiento o la acción. Al mismo tiempo que
todos tratan de estar tan cerca de los demás como sea posible, todos
permanecen tremendamente solos, invadidos por el profundo
sentimiento de inseguridad, de angustia y de culpa que surge siempre
que es imposible superar la separatidad humana. Nuestra civilización
ofrece muchos paliativos que ayudan a la gente a ignorar
conscientemente esa soledad: en primer término, la estricta rutina del
trabajo burocratizado y mecánico, que ayuda a la gente a no tomar
conciencia de sus deseos humanos más fundamentales, del anhelo
de trascendencia y unidad. En la medida en que la rutina sola no
basta para lograr ese fin, el hombre se sobrepone a su desesperación
inconsciente por medio de la rutina de la diversión, la consumición
pasiva de sonidos y visiones que ofrece la industria del
entretenimiento; y, además, por medio de la satisfacción de comprar
siempre cosas nuevas y cambiarlas inmediatamente por otras. El
hombre moderno está actualmente muy cerca de la imagen que
Huxley describe en Un mundo feliz: bien alimentado, bien vestido,
sexualmente satisfecho, y no obstante sin yo, sin contacto alguno,
salvo el más superficial, con sus semejantes, guiado por los lemas
que Huxley formula tan sucintamente, tales como: «Cuando el
individuo siente, la comunidad tambalea»; o «Nunca dejes para
mañana la diversión que puedes conseguir hoy», o, como afirmación
final: «Todo el mundo es feliz hoy en día.» La felicidad del hombre
moderno consiste en «divertirse». Divertirse significa la satisfacción
de consumir y asimilar artículos, espectáculos, comida, bebidas,
cigarrillos, gente, conferencias, libros, películas; todo se consume, se
traga. El mundo es un enorme objeto de nuestro apetito, una gran
manzana, una gran botella, un enorme pecho; todos succionamos,
los eternamente expectantes, los esperanzados -y los eternamente
desilusionados-. Nuestro carácter está equipado para intercambiar y
recibir, para traficar y consumir; todo, tanto los objetos materiales,
como los espirituales, se convierten en objeto de intercambio y de
consumo.
La situación en lo que atañe al amor corresponde, inevitablemente, al
carácter social del hombre moderno. Los autómatas no pueden amar,
pueden intercambiar su «bagaje de personalidad» y confiar en que la
transacción sea equitativa. Una de las expresiones más significativas
del amor, y en especial del matrimonio con esa estructura enajenada,
es la idea del «equipo». En innumerables artículos sobre el
matrimonio feliz, el ideal descrito es el de un equipo que funciona sin
dificultades. Tal descripción no difiere demasiado de la idea de un
empleado que trabaja sin inconvenientes; debe ser «razonablemente
independiente», cooperativo, tolerante, y al mismo tiempo ambicioso
y agresivo. Así, el consejero matrimonial nos dice que el marido debe
«comprender» a su mujer y ayudarla. Debe comentar favorablemente
su nuevo vestido, y un plato sabroso. Ella, a su vez, debe mostrarse
comprensiva cuando él llega a su hogar fatigado y de mal humor,
debe escuchar atentamente sus comentarios sobre sus problemas en
el trabajo, no debe mostrarse enojada sino comprensiva cuando él
olvida su cumpleaños. Ese tipo de relaciones no significa otra cosa
que una relación bien aceitada entre dos personas que siguen siendo
extrañas toda su vida, que nunca logran una «relación central», sino
que se tratan con cortesía y se esfuerzan por hacer que el otro se
sienta mejor.

En ese concepto del amor y el matrimonio, lo más importante es
encontrar un refugio de la sensación de soledad que, de otro modo,
sería intolerable. En el «amor» se encuentra, al
fin, un remedio para la soledad. Se establece una alianza de dos
contra el mundo, y se confunde ese egoísmo á deux con amor e
intimidad.

La importancia que se otorga al espíritu de equipo, la tolerancia
mutua, etc., es algo relativamente reciente. Lo precedió, en los años
que siguieron a la Primera Guerra Mundial, un concepto del amor en
el que la mutua satisfacción sexual suponíase la base de las
relaciones amorosas satisfactorias, y, especialmente, de un
matrimonio feliz. Creíase que las causas de los frecuentes fracasos
matrimoniales obedecían a que la pareja no había logrado una
adecuada «adaptación sexual», lo
cual se atribuía, a su vez, a la ignorancia respecto de la conducta
sexual «correcta», y, por ende, a una teoría sexual defectuosa de una

o las dos partes. Con el fin de «curar» esa inadaptación y de ayudar
a parejas desgraciadas que no podían amarse mutuamente, se
publicaron muchos libros que daban instrucciones y consejos
referentes a la conducta sexual apropiada, y prometían implícita o
explícitamente la felicidad y el amor como resultados. Se partía del
principio de que el amor es el hijo del placer sexual, y que dos
personas se amarán si aprenden a satisfacerse recíprocamente en el
aspecto sexual. Correspondía a la ilusión general de la época
suponer que el uso de las técnicas adecuadas es la solución no sólo
de los problemas técnicos de la producción industrial, sino también
de todos los problemas humanos. Se desconocía totalmente el hecho
de que la verdad es precisamente lo contrario.

El amor no es el resultado de la satisfacción sexual adecuada; por el
contrario, la felicidad sexual -y aun el conocimiento de la llamada
técnica sexual- es el resultado del amor. Si aparte de la observación
diaria fueran necesarias más pruebas en apoyo de esa tesis, podrían
encontrarse en el vasto material de los datos psicoanalíticos. El
estudio de los problemas sexuales más frecuentes -frigidez en las
mujeres y las formas más o menos serias de impotencia psíquica en
los hombres-, demuestra que la causa no radica en una falta de
conocimiento de la técnica adecuada, sino en las inhibiciones que
impiden amar. El temor o el odio al otro sexo están en la raíz de las
dificultades que impiden a una persona entregarse por completo,
actuar espontáneamente, confiar en el compañero sexual, en lo
inmediato y directo de la unión sexual. Si una persona sexualmente
inhibida puede dejar de temer u odiar, y tornarse entonces capaz de
amar, sus problemas sexuales están resueltos. Si no, ningún
conocimiento sobre técnicas sexuales le servirá de ayuda.
Pero si bien los datos de la terapia psicoanalitica señalan la falacia de
la idea de que el conocimiento de la técnica sexual apropiada
conduce a la felicidad sexual y al amor, la suposición subyacente de
que el amor es el concomitante de la mutua satisfacción sexual está
determinada en alto grado por las teorías de Freud. Para Freud, el
amor es básicamente un fenómeno sexual. «El hombre, al descubrir
por experiencia que el amor sexual (genital) le proporcionaba su
gratificación máxima, de modo que se convirtió en realidad de un
prototipo de toda felicidad para él, debió, en consecuencia, haberse
visto impelido a buscar su felicidad por el camino de las relaciones
sexuales, a hacer de su erotismo genital el punto central de su vida.»

(S. Freud, Civilization and Its Discontents (versión inglesa de J.
Riviére), Londres, The Hogarth Press, 1953, pág. 68. ) Para Freud, la
experiencia del amor fraterno es un producto del amor sexual, pero
en el cual el instinto sexual se transforma en un impulso con
«finalidad inhibida». «Originalmente, el amor con una finalidad
inhibida estaba sin duda lleno de amor sensual, y lo sigue estando
aún en el inconsciente del hombre.» (Ibídem, pág. 69.) En lo que
atañe al sentimiento de fusión, de unidad («sentimiento oceánico»),
que constituye la esencia de la experiencia mística y la raíz de la más
intensa sensación de unión con otra persona o con nuestros
semejantes, Freud lo interpreta como un fenómeno patológico, como
una regresión a un estado de temprano «narcisismo ilimitado».(
Ibídem, pág. 21.)
Freud está sólo a un paso de afirmar que el amor es en sí mismo un
fenómeno irracional. Para él no existe diferencia entre el amor
irracional y el amor como una expresión de la personalidad madura.
En un trabajo sobre el amor transferencial (Freud, Gesamte Werke,
Londres, 1940-52, Vol. X.), señaló que éste no difiere esencialmente
del fenómeno «normal» del amor. Enamorarse linda siempre con lo
anormal, siempre se acompaña de ceguera a la realidad,
compulsividad, y constituye una transferencia de los objetos
amorosos de la infancia. El amor como fenómeno racional, como
máximo logro de la madurez, no es, para Freud, materia de
investigación, puesto que no tiene existencia real.
Sin embargo, sería un error sobrestimar la influencia de las ideas de
Freud sobre el concepto de que el amor es el resultado de la
atracción sexual, o de que es lo mismo que la satisfacción sexual,
reflejada en el sentimiento consciente. Esencialmente, el nexo causal
siguió la dirección opuesta. Las ideas de Freud sufrieron en parte la
influencia del espíritu del siglo diecinueve, en parte se hicieron
populares a través de las tendencias predominantes en los años que
siguieron a la Primera Guerra Mundial. Algunos de los factores que
influyeron tanto sobre el concepto popular como sobre el freudiano,
fueron, en primer término, una reacción contra las estrictas normas
de la era victoriana. El segundo factor determinante de las teorías de
Freud reside en el concepto de hombre prevaleciente, concepto que
se basa en la estructura del capitalismo. A fin de demostrar que el
capitalismo corresponde a las necesidades naturales del hombre,
había que probar que el hombre era por naturaleza competitivo y
hostil a los demás. Mientras los economistas «demostraban» esto en
función del insaciable deseo de beneficios económicos, y los
darwinistas en función de la ley biológica de la supervivencia del más
apto, Freud llegó a idéntico resultado partiendo de la suposición de
que el hombre está movido por un insaciable deseo de conquista
sexual de todas las mujeres, y que sólo la presión de la sociedad le
impide obrar de acuerdo con sus deseos. Como resultado, los
hombres son necesariamente celosos los unos de los otros, y los
celos y la competencia recíprocos subsistirían aunque todas sus
causas sociales y económicas desaparecieran. ( El único discípulo de
Freud que nunca se separó de su maestro y que, no obstante, en los
últimos años de su vida modificó sus puntos de vista sobre el amor,
fue Sándor Ferenczi. Un excelente estudio sobre este tema, se
encontrará en The Leaven of Love, de Izette de Forest, Nueva York,
Harper and Brothers, 1954.)
Eventualmente, el pensamiento freudiano acusó una marcada
influencia del tipo de materialismo predominante en el siglo
diecinueve. Creíase que el sustrato de todos los fenómenos mentales
se encontraba en los fenómenos fisiológicos; por consiguiente, Freud
consideró el amor, el odio, la ambición, los celos, como otros tantos
productos de las diversas formas del instinto sexual. No vio que la
realidad básica está en la totalidad de la existencia humana; en
primer término, en la situación humana común a todos los hombres,
en segundo lugar, en la práctica de vida determinada por la
estructura específica de la sociedad. (Marx dio un paso decisivo más
allá de ese tipo de materialismo, en su propio «materialismo
histórico», según el cual ni el cuerpo, ni un instinto tal como la
necesidad de alimento o posesiones, constituye la clave de la
comprensión del hombre, sino la totalidad del proceso vital del
hombre, su «práctica de la vida».) Según Freud, la satisfacción plena
y desinhibida de todos los deseos instintivos aseguraría la salud
mental y la felicidad. Pero hechos clínicos obvios muestran que los
hombres -y las mujeres- que dedican su vida a la satisfacción sexual
sin restricciones no son felices, y que a menudo sufren graves
síntomas y conflictos neuróticos. La gratificación completa de todas
las necesidades instintivas no sólo no constituye la base de la
felicidad, sino que ni siquiera garantiza la salud mental. Las tesis
freudianas pudieron llegar a popularizarse tan sólo en el período que
siguió a la Primera Guerra Mundial, a causa de los cambios ocurridos
en el espíritu del capitalismo, del énfasis en ahorrar al énfasis en
gastar, de la autofrustración como medio de lograr el éxito económico
al consumo como base de un mercado en constante expansión y
como principal satisfacción para el individuo angustiado,
automatizado. Tanto en la esfera de lo sexual cuanto en la del
consumo material, la tendencia fundamental era no postergar la
satisfacción de ningún deseo.
Es interesante comparar los conceptos de Freud, que corresponden
al espíritu del capitalismo tal como existía aún intacto, en los
comienzos de este siglo, con los conceptos teóricos de uno de los
más brillantes psicoanalistas contemporáneos, ya fallecido, H. S.
Sullivan. En el sistema psicoanalítico de Sullivan encontramos, en
contraste con el de Freud, una estricta división entre sexualidad y
amor.
¿Qué significado tienen el amor y la intimidad en el concepto de
Sullivan? «Intimidad es un tipo de situación que comprende a dos
personas y que permite la validación de todos los componentes de la
excelencia personal. Tal validación requiere un tipo de relación que
llamo colaboración, entendiendo por ella adaptaciones formuladas de
la propia conducta a necesidades manifiestas de la otra persona, en
persecución de satisfacciones cada vez más idénticas -esto es,
satisfacciones cada vez más mutuas, y para el mantenimiento de
operaciones de seguridad más y más similares» (H. S. Sullivan, The
Interpersonal Theory of Psychiatry, Nueva York, W. W. Norton Co.,
1953, pág. 246. Debe notarse que, aunque Sullivan da esta definición
en relación a los impulsos de la preadolescencia, habla de ellos como
tendencias integrativas, que aparecen durante la preadolescencia,
«que cuando están completamente desarrolladas, denominamos
amor», y dice que ese amor de la preadolescencia «representa el
comienzo de algo muy similar al amor pleno, psiquiátricamente
definido».). Si liberamos ese pasaje de su lenguaje algo complicado,
la esencia del amor se ve en una situación de colaboración, en la que
dos personas sienten: «Seguimos las reglas del juego para conservar
nuestro prestigio y sentimiento de superioridad y mérito.»( Ibídem,
pág. 246. Otra definición del amor según Sullivan: el amor comienza
cuando una persona siente que las necesidades de otra persona son
tan importantes como las propias, está menos coloreada por el
aspecto mercantil que la formulación anterior.)

Así como el concepto freudiano del amor es una descripción de la
experiencia del varón patriarcal en términos del capitalismo del siglo
diecinueve, así la descripción de Sullivan se refiere a la experiencia
de la personalidad enajenada y mercantil del siglo veinte. Es la
descripción de un «egotismo á deux», de dos personas que aman sus
intereses comunes y se unen frente a un mundo hostil y enajenado.
En realidad, su definición de la intimidad es en principio válida para el
sentimiento de cualquier equipo cooperativo, en el que todos
«adaptan su conducta a las necesidades manifiestas de la otra
persona, en persecución de finalidades comunes» (es notable que
Sullivan hable aquí de necesidades manifiestas, cuando lo menos
que puede decirse del amor es que implica una reacción a las necesidades
inexpresadas entre dos seres).
El amor como satisfacción sexual recíproca, y el amor como «trabajo
en equipo» y como un refugio de la soledad, constituyen las dos
formas «normales» de la desintegración del amor en la sociedad
occidental contemporánea, de la patología del amor socialmente
determinado. Hay muchas formas individualizadas de la patología del
amor, que ocasionan sufrimientos conscientes y que tanto los
psiquiatras como muchos legos consideran neuróticas. Algunas de
las más frecuentes se describen brevemente en los siguientes
ejemplos:
La condición básica del amor neurótico radica en el hecho de que uno

o los dos «amantes» han permanecido ligados a la figura de un
progenitor y transfieren los sentimientos, expectaciones y temores
que una vez tuvieron frente al padre o la madre, a la persona amada
en la vida adulta; tales personas no han superado el patrón de
relación infantil, y aspiran a repetirlo en sus exigencias afectivas en la
vida adulta. En tales casos, la persona sigue siendo, desde el punto
de vista afectivo, una criatura de dos, cinco o doce años, mientras
que, intelectual y socialmente, está al nivel de su edad cronológica.
En los casos más graves, esa inmadurez emocional conduce a
perturbaciones en su afectividad social; en los más leves, el conflicto
se limita a la esfera de las relaciones personales íntimas.
Con respecto a nuestro previo análisis de la personalidad centrada en
la madre o en el padre, el siguiente ejemplo de ese tipo de relación
neurótica amorosa frecuente hoy en día, se refiere a los hombres
que, en su desarrollo emocional, han permanecido fijados a una
relación infantil con la madre. Trátase de hombres que, por así decir,
nunca fueron destetados; siguen sintiendo como niños; quieren la
protección, el amor, el calor, el cuidado y la admiración de la madre;
quieren el amor incondicional de la madre, un amor que se da por la
única razón de que ellos lo necesitan, porque son sus hijos, porque
están desvalidos. Tales individuos suelen ser muy afectuosos y
encantadores cuando tratan de lograr que una mujer los ame, y aun
después de haberlo logrado. Pero su relación con la mujer (como, en
realidad, con toda la gente) es superficial e irresponsable. Su
finalidad es ser amados, no amar. Suele haber mucha vanidad en ese
tipo de hombre e ideas grandiosas más o menos soslayadas. Si han
encontrado a la mujer adecuada, se sienten seguros, en la cima del
mundo, y pueden desplegar gran cantidad de afecto y encanto, por lo
cual suelen ser engañosos. Pero cuando, después de un tiempo, la
mujer deja de responder a sus fantásticas aspiraciones, comienzan a
aparecer conflictos y resentimientos. Si la mujer no los admira
continuamente, si reclama una vida propia, si quiere sentirse amada y
protegida, y en los casos extremos, si no está dispuesta a tolerar sus
asuntos amorosos con otras mujeres (o aun a admirar su interés por
ellas), el hombre se siente hondamente herido y desilusionado, y
habitualmente racionaliza ese sentimiento con la idea de que la mujer
«no lo ama, es egoísta o dominadora». Todo lo que no corresponda a
la actitud de la madre amante hacia un hijo encantador, se toma
como prueba de falta de amor. Esos hombres suelen confundir su
conducta afectuosa, su deseo de complacer, con genuino amor, y
llegan así a la conclusión de que se los trata injustamente; imaginan
ser grandes amantes y se quejan amargamente de la ingratitud de su
compañera.
En casos excepcionales, una persona fijada a la madre puede vivir
sin perturbaciones serias. Si su madre, en realidad, lo «amó» de una
manera sobreprotectora (siendo quizá dominante, pero no
destructiva), si él encuentra una esposa del mismo tipo maternal, si
sus dones y talentos especiales le permiten utilizar su encanto y ser
admirado (como ocurre con la mayoría de los políticos de éxito),
estará «bien adaptado» en el sentido social, aunque sin alcanzar
nunca un nivel de madurez. Pero en condiciones menos favorables,
que son, desde luego, las más frecuentes, su vida amorosa, si no su
vida social, es una profunda desilusión; surgen conflictos, y a menudo
angustia y depresión intensas cuando este tipo de personalidad se
queda solo.

En otra forma aún más grave de la patología, la fijación a la madre es
más profunda e irracional. En ese nivel, el deseo no consiste,
hablando simbólicamente, en volver a los brazos protectores de la
madre, a su pecho nutritivo, sino a sus entrañas que todo lo reciben y
todo lo destruyen-. Si la naturaleza de la salud mental consiste en
salir de las entrañas al mundo, la naturaleza de la enfermedad mental
aguda es la atracción hacia las entrañas, a introducirse nuevamente
en ellas -y eso equivale a ser arrebatado de la vida-. Tal tipo de
fijación se produce frecuentemente en la relación con madres que
tienen con los hijos una actitud absorbente y destructiva. A veces, en
nombre del amor, otras, en nombre del deber, quieren mantener al
niño, al adolescente, al hombre, dentro de ellas; éste no tendría que
respirar sino a través de la madre; no debería amar, sino en un nivel
sexual superficial -degradando a todas las otras mujeres-; no debe
ser libre e independiente, sino un eterno inválido o un criminal.

Esa actitud de la madre, absorbente y destructiva, constituye el
aspecto negativo de la figura materna. La madre puede dar vida,
también puede tomarla. Es ella quien revive, y ella quien destruye;
puede hacer milagros de amor -y nadie puede herir tanto como ella-.
En las imágenes religiosas (tales como la diosa hindú Kali) y en el
simbolismo onírico, suelen encontrarse los dos aspectos opuestos de
la madre.

Los casos en que la relación principal se establece con el padre
ofrecen otra forma de patología neurótica.

Un caso ilustrativo es el de un hombre cuya madre es fría e
indiferente, mientras que el padre (en parte como consecuencia de la
frialdad de la madre) concentra todo su afecto e interés en el hijo. Es
un «buen padre», pero, al mismo tiempo, autoritario. Cuando está
complacido con la conducta de su hijo, lo elogia, le hace regalos, es
afectuoso; cuando el hijo le da un disgusto, se aleja de él o lo
reprende. El hijo, que sólo cuenta con el afecto del padre, se
comporta frente a éste como un esclavo. Su finalidad principal en la
vida es complacerlo, y cuando lo logra, es feliz, seguro y satisfecho.
Pero cuando comete un error, fracasa o no logra complacer al padre,
se siente disminuido, rechazado, abandonado. En los años
posteriores, ese hombre tratará de encontrar una figura paterna con
la que pueda mantener una relación similar. Toda su vida se
convierte en una serie de altos y bajos, según que haya logrado o no
ganar el elogio del padre. Tales individuos suelen tener mucho éxito
en su carrera social. Son escrupulosos, afanosos, dignos de
confianza -siempre y cuando la imagen paternal que han elegido
sepa manejarlos-. Pero en su relación con las mujeres, permanecen
apartados y distantes. La mujer no posee una importancia central
para ellos; suelen sentir un leve desprecio por ella, generalmente
oculto por una preocupación paternal por las jovencitas. Su cualidad
masculina puede impresionar inicialmente a una mujer, pero ésta
pronto se desilusiona, cuando descubre que está destinada a
desempeñar un papel secundario al afecto fundamental por la figura
paterna que predomina en la vida de su esposo en un momento
dado; las cosas ocurren así, a menos que ella misma esté aún ligada
a su padre y se sienta por lo tanto feliz junto a un hombre que la trata
como a una niña caprichosa.

Más complicada es la clase de perturbación neurótica que aparece en
el amor basado en una situación paterna de distinto tipo, que se
produce cuando los padres no se aman, pero son demasiado
reprimidos como para tener peleas o manifestar signos exteriores de
insatisfacción. Al mismo tiempo, su alejamiento les quita
espontaneidad en la relación con los hijos. Lo que una niña
experimenta es una atmósfera de «corrección», pero nunca le
permite un contacto íntimo con el padre o la madre y por consiguiente
la desconcierta y atemoriza. Nunca está segura de lo que sus padres
sienten o piensan; siempre hay un elemento desconocido, misterioso,
en la atmósfera. Como resultado, la niña se retrae en un mundo
propio, tiene ensoñaciones, permanece alejada; y su actitud será la
misma en las relaciones amorosas posteriores.

Además, la retracción da lugar al desarrollo de una angustia intensa,
de un sentimiento de no estar firmemente arraigada en el mundo, y
suele llevar a tendencias masoquistas como la única forma de
experimentar una excitación intensa. Tales mujeres prefieren por lo
general que el esposo les haga una escena y les grite, a que
mantenga una conducta más normal y sensata, porque al menos eso
las libera de la carga de tensión y miedo; incluso llegan a veces a
provocar esa conducta, con el fin de terminar con el atormentador
suspenso de la neutralidad afectiva.

En los párrafos siguientes se describen otras formas frecuentes de
amor irracional, sin entrar a analizar los factores específicos del
desarrollo infantil que las originan.
Una forma de pseudoamor, que no es rara y suele experimentarse (y
más frecuentemente describirse en las películas y las novelas) como
el «gran amor», es el amor idolátrico. Si una persona no ha
alcanzado el nivel correspondiente a una sensación de identidad, de
yoidad, arraigada en el desenvolvimiento productivo de sus propios
poderes, tiende a «idolizar» a la persona amada. Está enajenada de
sus propios poderes y los proyecta en la persona amada, a quien
adora como al summum bonum, portadora de todo amor, toda luz y
toda dicha. En ese proceso, se priva de toda sensación de fuerza, se
pierde a sí misma en la persona amada, en lugar de encontrarse.
Puesto que usualmente ninguna persona puede, a la larga, responder
a las expectaciones de su adorador, inevitablemente se produce una
desilusión, y para remediarla se busca un nuevo ídolo, a veces en
una sucesión interminable. Lo característico de este tipo de amor es,
al comienzo, lo intenso y precipitado de la experiencia amorosa. El
amor idolátrico suele describirse como el verdadero y grande amor;
pero, si bien se pretende que personifique la intensidad y la
profundidad del amor, sólo demuestra el vacío y la desesperación del
idólatra. Es innecesario decir que no es raro que dos personas se
idolatren mutuamente, lo cual, en los casos extremos, representa el
cuadro de una folie á deux.

Otra forma de pseudoamor es lo que cabe llamar amor sentimental.
Su esencia consiste en que el amor sólo se experimenta en la
fantasía y no en el aquí y ahora de la relación con otra persona real.
La forma más común de tal tipo de amor es la que se encuentra en la
gratificación amorosa substitutiva que experimenta el consumidor de
películas, novelas románticas y canciones de amor. Todos los deseos
insatisfechos de amor, unión e intimidad hallan satisfacción en el
consumo de tales productos. Un hombre y una mujer que, en su
relación como esposos, son incapaces de atravesar el muro de
separatidad, se conmueven hasta las lágrimas cuando comparten el
amor feliz o desgraciado de una pareja en la pantalla. Para muchos
matrimonios, ésa constituye la única ocasión en la que experimentan
amor -no el uno por el otro, sino juntos, como espectadores del
«amor» de otros seres-. En tanto el amor sea una fantasía, pueden
participar; en cuanto desciende a la realidad de la relación entre dos
seres reales, se congelan.
Otro aspecto del amor sentimental es la «abstractificación» del amor
en términos de tiempo. Una pareja puede sentirse hondamente
conmovida por los recuerdos de su pasado amoroso, aunque no haya
experimentado amor alguno cuando ese pasado era presente, o por
las fantasías de su amor futuro. ¿Cuántas parejas comprometidas o
recién casadas sueñan con una dicha amorosa que se hará realidad
en el futuro, pese a que en el momento en que viven han comenzado
ya a aburrirse mutuamente? Esa tendencia coincide con una
característica actitud general del hombre moderno. Ese vive en el
pasado o en el futuro, pero no en el presente. Recuerda
sentimentalmente su infancia y a su madre -o hace planes de
felicidad futura-. Sea que el amor se experimente substitutivamente,
participando en las experiencias ficticias de los demás, o que se
traslade del presente al pasado o al futuro, tal forma abstracta y
enajenada del amor sirve como opio que alivia el dolor de la realidad,
la soledad y la separación del individuo.

Otra forma de amor neurótico consiste en el uso de mecanismos
proyectivos a fin de evadirse de los problemas propios y
concentrarse, en cambio, en los defectos y flaquezas de la persona
«amada». Los individuos se comportan en ese sentido de manera
muy similar a los grupos, naciones o religiones. Son muy sutiles para
captar hasta los menores defectos de la otra persona y viven felices
ignorando los propios, siempre ocupados tratando de acusar o
reformar a la otra persona. Si dos personas lo hacen -como suele
ocurrir-, la relación amorosa se convierte en una proyección
recíproca. Si soy dominador o indeciso, o ávido, acuso de ello a mi
pareja y, según mi carácter, trato de corregirla o de castigarla. La otra
persona hace lo mismo y ambas consiguen así dejar de lado sus
propios problemas y, por lo tanto, no dan los pasos necesarios para
el progreso de su propia evolución.

Otra forma de proyección es la de los propios problemas en los niños.
En primer término, tal proyección aparece con cierta frecuencia en el
deseo de tener hijos. En tales casos, ese deseo está principalmente
determinado por la proyección del propio problema de la existencia
en el de los hijos. Cuando una persona siente que no ha podido dar
sentido a su propia vida, trata de dárselo en función de la vida de sus
hijos. Pero está destinada a fracasar consigo misma y para los hijos.
Lo primero, porque cada uno puede sólo resolver por sí mismo y no
por poder el problema de la existencia; lo segundo, porque carece de
las cualidades que se necesitan para guiar a los hijos en su propia
búsqueda de una respuesta. Los hijos también sirven finalidades
proyectivas cuando surge el problema de disolver un matrimonio
desgraciado. El argumento común de los padres en tal situación es
que no pueden separarse para no privar a los hijos de las ventajas de
un hogar unido. Cualquier estudio detallado demostraría, empero,
que la atmósfera de tensión e infelicidad dentro de la «familia unida»
es más nociva para los niños que una ruptura franca, que les enseña,
por lo menos, que el hombre es capaz de poner fin a una situación
intolerable por medio de una decisión valiente.

Debemos mencionar aquí otro error muy frecuente: la ilusión de que
el amor significa necesariamente la ausencia de conflicto. Así como
la gente cree que el dolor y la tristeza deben evitarse en todas las
circunstancias, supone también que el amor significa la ausencia de
todo conflicto. Y encuentran buenos argumentos en favor de esa idea
en el hecho de que las disputas que observan a diario no son otra
cosa que intercambios destructivos que no producen bien alguno a
ninguno de los interesados. Pero el motivo de ello está en el hecho
de que los «conflictos» de la mayoría de la gente constituyen, en
realidad, intentos de evitar los verdaderos conflictos reales. Son
desacuerdos sobre asuntos secundarios o superficiales que, por su
misma índole, no contribuyen a aclarar ni a solucionar nada. Los
conflictos reales entre dos personas, los que no sirven para ocultar o
proyectar, sino que se experimentan en un nivel profundo de la
realidad interior a la que pertenecen, no son destructivos.
Contribuyen a aclarar, producen una catarsis de la que ambas
personas emergen con más conocimiento y mayor fuerza. Y eso nos
lleva a destacar algo que ya dijimos antes.

El amor sólo es posible cuando dos personas se comunican entre sí
desde el centro de sus existencias, por lo tanto, cuando cada una de
ellas se experimenta a sí misma desde el centro de su existencia.
Sólo en esa «experiencia central» está la realidad humana, sólo allí
hay vida, sólo allí está la base del amor. Experimentado en esa
forma, el amor es un desafío constante; no un lugar de reposo, sino
un moverse, crecer, trabajar juntos; que haya armonía o conflicto,
alegría o tristeza, es secundario con respecto al hecho fundamental
de que dos seres se experimentan desde la esencia de su existencia,
de que son el uno con el otro al ser uno consigo mismo y no al huir
de sí mismos. Sólo hay una prueba de la presencia de amor: la
hondura de la relación y la vitalidad y la fuerza de cada una de las
personas implicadas; es por tales frutos por los que se reconoce al
amor.
Así como los autómatas no pueden amarse entre sí tampoco pueden
amar a Dios. La desintegración del amor a Dios ha alcanzado las
mismas proporciones que la desintegración del amor al hombre. Ese
hecho hállase en evidente contradicción con la idea de que estamos
en presencia de un renacimiento religioso en nuestra época. Nada
podría estar más lejos de la verdad. Lo que presenciamos (si bien
hay excepciones) es una regresión a un concepto idolátrico de Dios, y
una transformación del amor a Dios en una relación correspondiente
a una estructura caracterológica enajenada. Es fácil comprobar tal
regresión. La gente está angustiada, carece de principios o fe, no la
mueve otra finalidad que la de seguir adelante; por lo tanto, siguen
siendo criaturas, confiando en que el padre o la madre acuda a
ayudarlos cuando lo necesiten.
Es verdad que en diversas culturas religiosas, como la de la Edad
Media, el hombre corriente también consideraba a Dios un padre y
una madre protectores. Pero al mismo tiempo también tomaba a Dios
en serio, en el sentido de que la meta fundamental de su vida era
vivir según los principios de Dios, hacer de la «salvación» su
preocupación suprema, a la cual subordinaba todas las demás
actividades. Nada queda de ese esfuerzo hoy en día. La vida diaria
está estrictamente separada de cualquier valor religioso. Se dedica a
obtener comodidades materiales y éxito en el mercado de la
personalidad. Los principios en que se basan nuestros esfuerzos
seculares son los de indiferencia y egoísmo (el segundo rotulado
generalmente «individualismo» o «iniciativa individual»). El hombre
de culturas verdaderamente religiosas puede compararse a un niño
de ocho años, que necesita la ayuda de su padre, pero que comienza
a adoptar en su vida sus enseñanzas y principios. El hombre
contemporáneo es más bien como un niño de tres años, que llora
llamando a su padre cuando lo necesita, o bien, se muestra
completamente autosuficiente cuando puede jugar.

En ese sentido, en la dependencia infantil de una imagen
antropomórfica de Dios sin la transformación de la vida de acuerdo
con los principios de Dios, estamos más cerca de una tribu idólatra
primitiva que de la cultura religiosa de la Edad Media. En otro sentido,
nuestra situación religiosa muestra rasgos nuevos, característicos
únicamente de la sociedad occidental capitalista contemporánea.
Puedo remitirme a afirmaciones hechas antes. El hombre moderno se
ha transformado en un artículo; experimenta su energía vital como
una inversión de la que debe obtener el máximo beneficio, teniendo
en cuenta su posición y la situación del mercado de la personalidad.
Está enajenado de sí mismo, de sus semejantes y de la naturaleza.
Su finalidad principal es el intercambio ventajoso de sus aptitudes, su
conocimiento y de sí mismo, de su «bagaje de personalidad» con
otros individuos igualmente ansiosos de lograr un intercambio
conveniente y equitativo. La vida carece de finalidad, salvo la de
seguir adelante, de principios, excepto el del intercambio equitativo,
de satisfacción, excepto la de consumir.

¿Qué puede significar el concepto de Dios en tales circunstancias?
Ha perdido su significado religioso original y se ha adaptado a la
cultura enajenada del éxito. En el renacimiento religioso de los
últimos tiempos, la creencia en Dios se ha convertido en un recurso
psicológico cuya finalidad es el hacer al individuo más apto para la
pugna competitiva.

La religión se alía con la autosugestión y la psicoterapia para ayudar
al hombre en sus actividades comerciales. Después de la Primera
Guerra Mundial aún no se había recurrido a Dios con el propósito de
«mejorar la propia personalidad». El libro que más se vendió en 1938,
Cómo ganar amigos e influir sobre la gente, de Dale Carnegie, se
mantuvo en un nivel estrictamente secular. La función que cumplió
entonces dicho libro de Dale Carnegie, es la que hoy realiza el best-
seller actual, El poder del pensamiento positivo, del Reverendo N. V.
Peale. En este libro religioso ni siquiera se cuestiona que nuestra
preocupación predominante por el éxito esté de acuerdo con el
espíritu de la religión monoteísta. Por el contrario, jamás se pone en
duda tal finalidad suprema, sino que se recomiendan la creencia en
Dios y las plegarias como un medio de aumentar la propia habilidad
para alcanzar el éxito. Así como los psiquiatras modernos
recomiendan la felicidad del empleado, para ganar la simpatía de los
compradores, del mismo modo algunos sacerdotes aconsejan amar a
Dios para tener más éxito. «Haz de Dios tu socio» significa hacer de
Dios un socio en los negocios, antes que hacerse uno con El en el
amor, la justicia y la verdad. De modo similar a cómo se ha
reemplazado el amor fraternal por la equidad impersonal, se ha
transformado a Dios en un remoto Director General del Universo y
Cía.; sabemos que está allí, que dirige la función (aunque ésta
probablemente seguiría adelante sin él), nunca lo vemos, pero
aceptamos su dirección mientras «desempeñamos nuestro papel».

IV. LA PRÁCTICA DEL AMOR
Habiendo examinado ya el aspecto teórico del arte de amar, nos
enfrentamos ahora con un problema mucho más difícil, el de la
práctica del arte de amar. ¿Puede aprenderse algo acerca de la
práctica de un arte, excepto practicándolo?

La dificultad del problema se ve aumentada por el hecho de que la
mayoría de la gente de hoy en día, y, por lo tanto, muchos de los
lectores de este libro, esperan recibir recetas del tipo «cómo debe
usted hacerlo», y eso significa, en nuestro caso, que se les enseñe a
amar. Mucho me temo que quien comience este último capítulo con
tales esperanzas resultará sumamente decepcionado. Amar es una
experiencia personal que sólo podemos tener por y para nosotros
mismos; en realidad, prácticamente no existe nadie que no haya
tenido esa experiencia, por lo menos en una forma rudimentaria,
cuando niño, adolescente o adulto. Lo que un examen de la práctica
del amor puede hacer es considerar las premisas del arte de amar,
los enfoques, por así decirlo, de la cuestión, y la práctica de esas
premisas y esos enfoques. Los pasos hacia la meta sólo puede
darlos uno mismo, y el examen concluye antes de que se dé el paso
decisivo. Sin embargo, creo que el examen de los enfoques puede
resultar útil para el dominio del arte -por lo menos para quienes han
dejado de esperar «recetas»-.

La práctica de cualquier arte tiene ciertos requisitos generales,
independientes por completo de que el arte en cuestión sea la
carpintería, la medicina o el arte de amar. En primer lugar, la práctica
de un arte requiere disciplina. Nunca haré nada bien si no lo hago de
una manera disciplinada; cualquier cosa que haga sólo porque estoy
en el «estado de ánimo apropiado», puede constituir un «hobby»
agradable o entretenido, mas nunca llegaré a ser un maestro en ese
arte. Pero el problema no consiste únicamente en la disciplina relativa
a la práctica de un arte particular (digamos practicar todos los días
durante cierto número de horas), sino en la disciplina en toda la vida.
Podía pensarse que para el hombre moderno nada es más fácil de
aprender que la disciplina. ¿Acaso no pasa ocho horas diarias de
manera sumamente disciplinada en un trabajo donde impera una
estricta rutina? Lo cierto, en cambio, es que el hombre moderno es
excesivamente indisciplinado fuera de la esfera del trabajo. Cuando
no trabaja, quiere estar ocioso, haraganear, o, para usar una palabra
más agradable, «relajarse». Ese deseo de ociosidad constituye, en
gran parte, una reacción contra la rutinización de la vida.
Precisamente porque el hombre está obligado durante ocho horas
diarias a gastar su energía con fines ajenos, en formas que no le son
propias, sino prescritas por el ritmo del trabajo, se rebela, y su
rebeldía toma la forma de una complacencia infantil para consigo
mismo. Además, en la batalla contra el autoritarismo, ha llegado a
desconfiar de toda disciplina, tanto de la impuesta por la autoridad
irracional como de la disciplina racional autoimpuesta. Sin esa
disciplina, empero, la vida se torna caótica y carece de concentración.


El que la concentración es condición indispensable para el dominio
de un arte no necesita demostración. Harto bien lo sabe todo aquel
que alguna vez haya intentado aprender un arte. No obstante, en
nuestra cultura, la concentración es aún más rara que la
autodisciplina. Por el contrario, nuestra cultura lleva a una forma de
vida difusa y desconcentrada, que casi no registra paralelos. Se
hacen muchas cosas a la vez: se lee, se escucha la radio, se habla,
se fuma, se come, se bebe. Somos consumidores con la boca
siempre abierta, ansiosos y dispuestos a tragarlo todo: películas,
bebidas, conocimiento. Esa falta de concentración se manifiesta
claramente en nuestra dificultad para estar a solas con nosotros
mismos. Quedarse sentado, sin hablar, fumar, leer o beber, es
imposible para la mayoría de la gente. Se ponen nerviosos e
inquietos y deben hacer algo con la boca o con las manos. (Fumar es
uno de los síntomas de la falta de concentración: ocupa la mano, la
boca, los ojos y la nariz.)

Un tercer factor es la paciencia. Repetimos que quien haya tratado
alguna vez de dominar un arte sabe que la paciencia es necesaria
para lograr cualquier cosa. Si aspiramos a obtener resultados
rápidos, nunca aprendemos un arte. Para el hombre moderno, sin
embargo, es tan difícil practicar la paciencia como la disciplina y la
concentración. Todo nuestro sistema industrial alienta precisamente
lo contrario: la rapidez. Todas nuestras máquinas están diseñadas
para lograr rapidez: el coche y el aeroplano nos llevan rápidamente a
destino -y cuanto más rápido mejor-. La máquina que puede producir
la misma cantidad en la mitad del tiempo es muy superior a la más
antigua y lenta. Naturalmente, hay para ello importantes razones
económicas. Pero, al igual que en tantos otros aspectos, los valores
humanos están determinados por los valores económicos. Lo que es
bueno para las máquinas debe serlo para el hombre -así dice la
lógica-. El hombre moderno piensa que pierde algo -tiempo- cuando
no actúa con rapidez; sin embargo, no sabe qué hacer con el tiempo
que gana -salvo matarlo

Eventualmente, otra condición para aprender cualquier arte es una
preocupación suprema por el dominio del arte. Si el arte no es algo
de suprema importancia, el aprendiz jamás lo dominará. Seguirá
siendo, en el mejor de los casos, un buen aficionado, pero nunca un
maestro. Esta condición es tan necesaria para el arte de amar como
para cualquier otro. Parece, sin embargo, que la proporción de
aficionados en el arte de amar es notablemente mayor que en las
otras artes.

Un último punto debe señalarse con respecto a las condiciones
generales para aprender un arte. No se empieza por aprender el arte
directamente, sino en forma indirecta, por así decirlo. Debe
aprenderse un gran número de otras cosas que suelen no tener
aparentemente ninguna relación con él, antes de comenzar con el
arte mismo. Un aprendiz de carpintería comienza aprendiendo a
cepillar la madera; un aprendiz del arte de tocar el piano comienza
por practicar escalas; un aprendiz del arte Zen de la ballestería
empieza haciendo ejercicios respiratorios (Para un cuadro de la
concentración, la disciplina, la paciencia y la preocupación necesarias
para el aprendizaje de un arte, recomiendo al lector Zen the Art of
Archery, de E. Herrigel, Nueva York, Pantheon Books, Inc., 1953.). Si
se aspira a ser un maestro en cualquier arte, toda la vida debe estar
dedicada a él o, por lo menos, relacionada con él. La propia persona
se convierte en instrumento en la práctica del arte, y debe
mantenerse en buenas condiciones, según las funciones específicas
que deba realizar. En lo que respecta al arte de amar, ello significa
que quien aspire a convertirse en un maestro debe comenzar por
practicar la disciplina, la concentración y la paciencia a través de
todas las fases de su vida.

¿Cómo se practica la disciplina? Nuestros abuelos estarían en
mejores condiciones para contestar esa pregunta. Recomendaban
levantarse temprano, no entregarse a lujos innecesarios y trabajar
mucho. Este tipo de disciplina tenía evidentes defectos. Era rígida y
autoritaria, centrada alrededor de las virtudes de la frugalidad y el
ahorro, y, de muchos modos, hostil a la vida. Pero, en la reacción a
tal tipo de disciplina, hubo una creciente tendencia a sospechar de
cualquier disciplina, y a hacer de la indisciplina y la perezosa
complacencia en el resto de la propia existencia la contraparte que
equilibraba la forma rutinizada de vida impuesta durante ocho horas
de trabajo. Levantarse a una hora regular, dedicar un tiempo regular
durante el día a actividades tales como meditar, leer, escuchar
música, caminar; no permitirnos, por lo menos dentro de ciertos límites,
actividades escapistas, como novelas policiales y películas, no
comer ni beber demasiado, son normas evidentes y rudimentarias.
Sin embargo, es esencial que la disciplina no se practique como una
regla impuesta desde afuera, sino que se convierta en una expresión
de la propia voluntad; que se sienta como algo agradable, y que uno
se acostumbre lentamente a un tipo de conducta que puede llegar a
extrañar si deja de practicarla. Uno de los aspectos lamentables de
nuestro concepto occidental de la disciplina (como de toda virtud) es
que se supone que su práctica debe ser algo penosa y sólo si es penosa
es «buena». El Oriente ha reconocido hace mucho que lo que
es bueno para el hombre -para su cuerpo y para su alma-
también debe ser agradable, aunque al comienzo haya que superar
algunas resistencias.

La concentración es, con mucho, más difícil de practicar en nuestra
cultura, en la que todo parece estar en contra de la capacidad de
concentrarse. El paso más importante para llegar a concentrarse es
aprender a estar solo con uno mismo sin leer, escuchar la radio,
fumar o beber. Sin duda, ser capaz de concentrarse significa poder
estar solo con uno mismo -y esa habilidad es precisamente una
condición para la capacidad de amar-. Si estoy ligado a otra persona
porque no puedo pararme sobre mis propios pies, ella puede ser algo
así como un salvavidas, pero no hay amor en tal relación.

Paradójicamente, la capacidad de estar solo es la condición
indispensable para la capacidad de amar. Quien trate de estar solo
consigo mismo descubrirá cuán difícil es. Comenzará a sentirse
molesto, inquieto, e incluso considerablemente angustiado. Se
inclinará a racionalizar su deseo de no seguir adelante con esa
práctica, pensando que no tiene ningún valor, que es tonta, que lleva
demasiado tiempo, y así en adelante. Observará asimismo que llegan
a su mente toda clase de pensamientos que lo dominan. Se
encontrará pensando acerca de sus planes para el resto del día, o
sobre alguna dificultad en el trabajo que debe realizar, o sobre lo que
hará esa noche, o sobre cualquier cosa que le ocupe la mente, antes
que permitir que ésta se vacíe. Sería útil practicar unos pocos
ejercicios simples, como, por ejemplo, sentarse en una posición
relajada (ni totalmente flojo ni rígido), cerrar los ojos y tratar de ver
una pantalla blanca frente a los ojos, tratando de alejar todas las
imágenes y los pensamientos que interfieran; luego intentar seguir la
propia respiración; no pensar en ella, ni forzarla, sino seguirla -y, al
hacerlo, percibirla-; tratar además de lograr una sensación de «yo»;
yo = «mí mismo», como centro de mis poderes, como creador de mi
mundo. Habría que realizar tal ejercicio de concentración por lo
menos todas las mañanas durante veinte minutos (y, si es posible,
más tiempo) y todas las noches antes de acostarse2.( Si bien existe
abundante cantidad de teoría y práctica sobre ese tema en las
culturas orientales, especialmente en la India, también se han hecho
en los últimos años intentos similares en Occidente. El más
importante, en mi opinión, es la escuela de Gindler, cuyo fin es la
percepción del propio cuerpo. Para la comprensión del método de
Gindler, véase el trabajo de Charlotte Selver, en sus cursos y
conferencias en la New School de Nueva York.)

Además de esos ejercicios, hay que aprender a concentrarse en todo
lo que uno hace, sea escuchar música, leer un libro, hablar con una
persona, contemplar un paisaje. En ese momento, la actividad debe
ser lo único que cuenta, aquello a lo que uno se entrega por
completo. Si uno está concentrado, poco importa qué está haciendo;
las cosas importantes, tanto como las insignificantes, toman una
nueva dimensión de la realidad, porque están llenas de la propia
atención. Aprender a concentrarse requiere evitar, en la medida de lo
posible, las conversaciones triviales, esto es, la conversación que no
es genuina. Si dos personas hablan acerca del crecimiento de un ár
bol que ambas conocen, del gusto del pan que acaban de comer
juntas, o de una experiencia común en el trabajo, tal conversación
puede ser pertinente, siempre y cuando experimenten lo que hablan y
no se refieran a ese tema de una manera abstracta; por otro lado,
una conversación puede referirse a cuestiones religiosas o políticas y
ser, no obstante, trivial; ello ocurre cuando las dos personas hablan
en clisés, cuando no sienten lo que dicen. Debo agregar aquí que, así
como importa evitar la conversación trivial, importa también evitar las
malas compañías. Por malas compañías no entiendo sólo la gente viciosa
y destructiva, cuya órbita es venenosa y deprimente. Me refiero
también a la compañía de zombies, de seres cuya alma está muerta,
aunque su cuerpo siga vivo; a individuos cuyos pensamientos y
conversación son triviales; que parlotean en lugar de hablar, y que
afirman opiniones que son clisés en lugar de pensar. Pero no siempre
es posible evitar tales compañías, ni tampoco es necesario. Si uno no
reacciona en la forma esperada -es decir, con clisés y trivialidades-
sino directa y humanamente, descubrirá con frecuencia que esa
gente modifica su conducta, muchas veces con la ayuda de la
sorpresa producida por el choque de lo inesperado.
Concentrarse en la relación con otros significa fundamentalmente
poder escuchar. La mayoría de la gente oye a los demás, y aun da
consejos, sin escuchar realmente. No toman en serio las palabras de
la otra persona, y tampoco les importan demasiado sus propias
respuestas. Resultado de ello: la conversación los cansa.
Encuéntranse bajo la ilusión de que se sentirían aún más cansados si
escucharan con concentración. Pero lo cierto es lo contrario.
Cualquier actividad, realizada en forma concentrada, tiene un efecto
estimulante (aunque luego aparezca un cansancio natural y
benéfico); cualquier actividad no concentrada, en cambio, causa
somnolencia, y al mismo tiempo hace difícil conciliar el sueño al final
del día.
Estar concentrado significa vivir plenamente en el presente, en el
aquí y el ahora, y no pensar en la tarea siguiente mientras estoy
realizando otra. Es innecesario decir que la concentración debe ser
sobre todo practicada por personas que se aman mutuamente.
Deben aprender a estar el uno cerca del otro, sin escapar de las
múltiples formas acostumbradas. El comienzo de la práctica de la
concentración es difícil; se tiene la impresión de que jamás se logrará
la finalidad buscada. Ello implica, evidentemente, la necesidad de
tener paciencia. Si uno no sabe que todo tiene su momento, y quiere
forzar las cosas, entonces es indudable que nunca logrará
concentrarse -tampoco en el arte de amar-. Para tener una idea de lo
que es la paciencia, basta con observar a un niño que aprende a
caminar. Se cae, vuelve a caer, una y otra vez, y sin embargo sigue
ensayando, mejorando, hasta que un día camina sin caerse. ¡Qué no
podría lograr la persona adulta si tuviera la paciencia del niño y su
concentración en los fines que son importantes para él!

Es imposible aprender a concentrarse sin hacerse sensible a uno
mismo. ¿Qué significa eso? ¿Que hay que pensar continuamente en
uno mismo, «analizarse», o qué? Si habláramos de ser sensible a
una máquina, no habría dificultad para explicar lo que eso significa.
Cualquiera que, por ejemplo, maneja un auto, es sensible a él.
Advierte hasta un pequeño ruido inusual, o un insignificante cambio
de la aceleración del motor. De la misma forma, el conductor es
sensible a las irregularidades en la superficie del camino, a los
movimientos de los coches que van detrás y delante de él. Sin
embargo, no piensa en todos esos factores; su mente se encuentra
en estado de serenidad vigilante, abierta a todos los cambios
relacionados con la situación en la que está concentrado: manejar el
coche sin peligro.

Si consideramos la situación de ser sensible a otro ser humano,
encontramos el ejemplo más obvio en la sensibilidad y
correspondencia de una madre para con su hijo. Ella nota ciertos
cambios corporales, exigencias y angustias, antes de que el niño los
manifieste abiertamente. Se despierta porque su hijo llora, si bien otro
sonido más fuerte no hubiera interrumpido su sueño. Todo eso
significa que es sensible a las manifestaciones de la vida del niño; no
está ansiosa ni preocupada, sino en un estado de equilibrio alerta,
receptivo de cualquier comunicación significativa proveniente del
niño. Similarmente, cabe ser sensible con respecto a uno mismo.
Tener conciencia, por ejemplo, de una sensación de cansancio o
depresión, y en lugar de entregarse a ella y aumentarla por medio de
pensamientos deprimentes que siempre están a mano, preguntarse
«¿qué ocurre?» «¿Por qué estoy deprimido?» Lo mismo sucede al
observar que uno está irritado o enojado, o con tendencia a los ensueños
u otras actividades escapistas. En cada uno de esos casos, lo
que importa es tener conciencia de ellos y no racionalizarlos en las
mil formas en que es factible hacerlo; además estar atentos a nuestra
voz interior, que nos dice -por lo general inmediatamente- por qué
estamos angustiados, deprimidos, irritados.

La persona media es sensible a sus procesos corporales; advierte los
cambios y los más insignificantes dolores; ese tipo de sensibilidad
corporal es relativamente fácil de experimentar, porque la mayoría de
las personas tienen una imagen de lo que es sentirse bien. Una
sensibilidad semejante para con los procesos mentales es más difícil,
porque muchísima gente no ha conocido nunca a alguien que
funcione óptimamente. Toman el funcionamiento psíquico de sus
padres y parientes, o del grupo social en el que han nacido, como
norma, y, mientras no difieren de ésta, se sienten normales y no
tienen interés en observar nada. Hay mucha gente, por ejemplo, que
jamás ha conocido a una persona amante, o a una persona con
integridad, valor o concentración. Es notorio que, para ser sensible
con respecto a uno mismo, hay que tener una imagen del
funcionamiento humano completo y sano. Pero, ¿cómo es posible
adquirir experiencia si no se la ha tenido en la propia infancia o en la
vida adulta? Por cierto que no existe ninguna respuesta sencilla a tal
pregunta; pero ésta señala un factor muy crítico de nuestro sistema
educativo.

Si bien impartimos conocimiento, estamos descuidando la enseñanza
más importante para el desarrollo humano: la que sólo puede
impartirse por la simple presencia de una persona madura y amante.
En épocas anteriores de nuestra cultura, o en la China y la India, el
hombre más valorado era el que poseía cualidades espirituales
sobresalientes. Ni siquiera el maestro era única, o primariamente, una
fuente de información, sino que su función consistía en transmitir
ciertas actitudes humanas. En la sociedad capitalista contemporánea
-así como en el comunismo ruso- los hombres propuestos para la
admiración y la emulación son cualquier cosa menos arquetipos de
cualidades espirituales significativas. Los que el público admira
esencialmente son los que dan al hombre corriente una sensación de
satisfacción substitutiva. Estrellas cinematográficas, animadores
radiales, periodistas, importantes figuras del comercio o el gobierno,
tales son los modelos de emulación. A menudo su principal
calificación para esa función es que han logrado aparecer en letras
de molde. Sin embargo, la situación no parece totalmente
irremediable. Si se contempla el hecho de que un hombre como
Albert Schweitzer se haya hecho famoso en los Estados Unidos, si se
tienen en cuenta las múltiples posibilidades de familiarizar a nuestra
juventud con personalidades históricas y contemporáneas que
demuestran lo que los seres humanos pueden lograr como tales, y no
como anfitriones (en el sentido más amplio de la palabra), si se
piensa en las grandes obras de la literatura y el arte de todas las
épocas, parece que existe la posibilidad de crear una visión de un
buen funcionamiento humano, y por lo tanto una sensibilidad al mal
funcionamiento. Si no lográramos mantener viva una visión de la vida
madura, entonces indudablemente nos veríamos frente a la
probabilidad de que nuestra tradición cultural se derrumbe. Esa
tradición no se basa fundamentalmente en la transmisión de cierto
tipo de conocimiento, sino en la de ciertas clases de rasgos humanos.
Si la generación siguiente deja de ver esos rasgos, se derrumbará
una cultura de cinco mil años, aunque su conocimiento se transmita y
se siga desarrollando.

Hasta aquí me he referido a las condiciones para la práctica de
cualquier arte. Examinaré ahora las cualidades de particular
importancia para la capacidad de amar. De acuerdo con lo dicho
sobre la naturaleza del amor, la condición fundamental para el logro
del amor es la superación del propio narcisismo. En la orientación
narcisista se experimenta como real sólo lo que existe en nuestro
interior, mientras que los fenómenos del mundo exterior carecen de
realidad de por sí y se experimentan sólo desde el punto de vista de
su utilidad o peligro para uno mismo. El polo opuesto del narcisismo
es la objetividad; es la capacidad de ver a la gente y las cosas tal
como son, objetivamente, y poder separar esa imagen objetiva de la
imagen formada por los propios deseos y temores. En todas las
formas de psicosis hay una incapacidad extrema para ser objetivo.
Para el insano, la única realidad que existe es la que está dentro de
él, la de sus temores y deseos. Ve el mundo exterior como símbolos
de su mundo interior, como su creación. Y todos procedemos de
idéntica manera cuando soñamos. En el sueño producimos hechos,
ponemos dramas en escena, que constituyen la expresión de
nuestros anhelos y temores (aunque algunas veces también de
nuestras intuiciones y juicios), y, mientras dormimos, estamos
convencidos de que el producto de nuestros sueños es tan real como
la realidad que percibimos en el estado de vigilia.

El insano o el soñador carecen completamente de una visión objetiva
del mundo exterior; pero todos nosotros somos más o menos
insanos, o estamos más o menos dormidos; todos nosotros tenemos
una visión no objetiva del mundo, que está deformada por nuestra
orientación narcisista. ¿Es necesario dar ejemplos? Cualquiera puede
encontrarlos fácilmente observándose a sí mismo, a sus vecinos y
leyendo los diarios; varían únicamente en el grado de deformación
narcisista de la realidad. Una mujer, por ejemplo, llama al médico,
diciendo que quiere visitarlo en su consultorio esa tarde. El médico
responde que no tiene tiempo ese día, pero que puede atenderla al
día siguiente. La respuesta de la mujer es: «Pero, doctor, vivo sólo a
cinco minutos de su consultorio.» No puede entender la explicación
del médico de que a él no le ahorra tiempo que la distancia sea tan
corta. Ella experimenta la situación narcisísticamente: puesto que ella
ahorra tiempo, él ahorra tiempo; para ella, la única realidad es ella
misma.

Menos extremas -tal vez menos evidentes- son las deformaciones tan
comunes en las relaciones interpersonales. ¿Cuántos padres
experimentan las reacciones del hijo en función de la obediencia, de
que los complazca, les haga hacer un buen papel, y así siguiendo, en
lugar de percibir o interesarse por lo que el niño siente para y por sí
mismo? ¿Cuántos esposos ven a sus mujeres como dominadoras
porque su propia relación con sus madres les hace interpretar
cualquier demanda como una limitación de su libertad? ¿Cuántas
esposas piensan que sus maridos son ineficaces o estúpidos porque
no responden a la fantasía del espléndido caballero que construyeron
en su infancia?

En lo que a las naciones extranjeras atañe, la falta de objetividad es
más que notoria. De un día para el otro, una nación pasa a ser
considerada totalmente depravada y perversa, al tiempo que la propia
nación representa todo lo que es bueno y noble. Toda acción del
enemigo se juzga según una norma, y toda acción propia según otra.
Hasta las buenas obras. realizadas por el enemigo se consideran
signos de una perversidad particular con las que se propone engañar
a nuestro país y al mundo, en tanto que nuestras malas acciones son
necesarias y encuentran justificación en las nobles finalidades que
sirven. Es indudable que si examinamos la relación entre las
de que la objetividad es la excepción, y lo corriente una deformación
narcisista en mayor o menor grado.

La facultad de pensar objetivamente es la razón; la actitud emocional
que corresponde a la razón es la humildad. Ser objetivo, utilizar la
propia razón, sólo es posible si se ha alcanzado una actitud de
humildad, si se ha emergido de los sueños de omnisciencia y
omnipotencia de la infancia.

En los términos de este análisis de la práctica del arte de amar, ello
significa: puesto que el amor depende de la ausencia relativa del
narcisismo, requiere el desarrollo de humildad, objetividad y razón.
Toda la vida debe estar dedicada a esa finalidad. La humildad y la
objetividad son indivisibles, tal como lo es el amor. No puedo ser
verdaderamente objetivo con respecto a mi familia si no puedo serlo
con un extraño, y viceversa. Si quiero aprender el arte de amar, debo
esforzarme por ser objetivo en todas las situaciones y hacerme
sensible a la situación frente a la que no soy objetivo. Debo tratar de
ver la diferencia entre mi imagen de una persona y de su conducta,
tal como resulta de la deformación narcisista, y la realidad de esa
persona tal como existe independientemente de mis intereses,
necesidades y temores. La adquisición de la capacidad de ser
objetivo y de la razón, representa la mitad del camino hacia el
dominio del arte de amar, pero debe abarcar a todos los que están en
contacto conmigo. Si alguien quisiera reservar su objetividad para la
persona amada, y cree que no necesita de ella en su relación con el
resto del mundo, pronto descubrirá que fracasa en ambos sentidos.

La capacidad de amar depende de la propia capacidad para superar
el narcisismo y la fijación incestuosa a la madre y al clan; depende de
nuestra capacidad de crecer, de desarrollar una orientación
productiva en nuestra relación con el mundo y con nosotros mismos.
Tal proceso de emergencia, de nacimiento, de despertar, necesita de
una cualidad como condición necesaria: fe. La práctica del arte de
amar requiere la práctica de la fe.

¿Qué es la fe? ¿Es la fe necesariamente una cuestión de creencia en
Dios, o en doctrinas religiosas? ¿Está inevitablemente en contraste u
oposición con la razón y el pensamiento racional? Aun para empezar
a comprender el problema de la fe es necesario diferenciar la fe
racional de la irracional. Al hablar de fe irracional me refiero a la
creencia (en una persona o una idea) que se basa en la sumisión a
una autoridad irracional. Por el contrario, la fe racional es una
convicción arraigada en la propia experiencia mental o afectiva. La fe
racional no es primariamente una creencia en algo, sino la cualidad
de certeza y firmeza que poseen nuestras convicciones. La fe es un
rasgo caracterológico que penetra toda la personalidad, y no una
creencia específica.

La fe racional arraiga en la actividad productiva intelectual y
emocional. Constituye un importante componente del pensar racional,
en el que se supone que la fe no tiene lugar. ¿Cómo llega un
científico, por ejemplo, a un nuevo descubrimiento? ¿Comienza
haciendo experimento tras experimento, reuniendo los hechos uno
después del otro, sin una visión de lo que espera encontrar? Es
excepcional que, un descubrimiento realmente importante se haya
hecho de esa manera en cualquier terreno. Ni tampoco ocurre que la
gente arribe a conclusiones significativas cuando se limita a perseguir
una fantasía. El proceso del pensamiento creador en cualquier campo
del esfuerzo humano suele comenzar con lo que podríamos llamar
una «visión racional», que constituye a su vez el resultado de
considerables estudios previos, pensamiento reflexivo y observación.
Cuando un científico logra reunir suficientes datos, o elaborar una
fórmula matemática que hace altamente plausible su visión original,
puede decirse que ha llegado a una hipótesis de ensayo. Un
cuidadoso análisis de la hipótesis, con el fin de discernir sus
consecuencias, y la recopilación de datos que la apoyan, llevan a una
hipótesis más adecuada y, quizás, eventualmente, a su inclusión en
una teoría de amplio alcance.

La historia de la ciencia está llena de ejemplos de fe en la razón y en
las visiones de la verdad. Copérnico, Kepler, Galileo y Newton
estaban imbuidos de una inconmovible fe en la razón. Por ella Bruno
murió quemado en la hoguera y Spinoza sufrió la excomunión. A
cada paso, desde la concepción de una visión racional hasta la
formulación de una teoría, es necesaria la fe; fe en la visión de una
finalidad racionalmente válida que alcanzar, fe en la hipótesis como
una proposición probable y plausible, y fe en la teoría final, al menos
hasta que se llegue a un consenso general acerca de su validez. Esa
fe está arraigada en la propia experiencia, en la confianza en el
propio poder de pensamiento, observación y juicio. Al tiempo que la
fe irracional es la aceptación de algo como verdadero sólo porque así
lo afirma una autoridad o la mayoría, la fe racional tiene sus raíces en
una convicción independiente basada en el propio pensamiento y
observación productivos, a pesar de la opinión de la mayoría.

El pensamiento y el juicio no constituyen el único dominio de la
experiencia en el que se manifiesta la fe racional. En la esfera de las
relaciones humanas, la fe es una cualidad indispensable de cualquier
amistad o amor significativos. «Tener fe» en otra persona significa
estar seguro de la confianza e inmutabilidad de sus actitudes
fundamentales, de la esencia de su personalidad, de su amor. No me
refiero aquí a que una persona no pueda modificar sus opiniones,
sino a que sus motivaciones básicas son siempre las mismas; que,
por ejemplo, su respeto por la vida y la dignidad humanas sea parte
de ella, no algo tornadizo.
En igual sentido, tenemos fe en nosotros mismos. Tenemos
conciencia de la existencia de un yo, de un núcleo de nuestra
personalidad que es inmutable y que persiste a través de nuestra
vida, no obstante las circunstancias cambiantes y con independencia
de ciertas modificaciones de nuestros sentimientos y opiniones. Ese
núcleo constituye la realidad que sustenta a la palabra «yo», la
realidad en la que se basa nuestra convicción de nuestra propia
identidad. A menos que tengamos fe en la persistencia de nuestro yo,
nuestro sentimiento de identidad se verá amenazado y nos haremos
dependientes de otra gente, cuya aprobación se convierte entonces
en la base de nuestro sentimiento de identidad. Sólo la persona que
tiene fe en sí misma puede ser fiel a los demás, pues sólo ella puede
estar segura de que será en el futuro igual a lo que es hoy y, por lo
tanto, de que sentirá y actuará como ahora espera hacerlo. La fe en
uno mismo es una condición de nuestra capacidad de prometer, y
puesto que, como dice Nietzsche, el hombre puede definirse por su
capacidad de prometer, la fe es una de las condiciones de la
existencia humana. Lo que importa en relación con el amor es la fe
en el propio amor; en su capacidad de producir amor en los demás, y
en su confianza.

Otro aspecto de la fe en otra persona refiérese a la fe que tenemos
en las potencialidades de los otros. La forma más rudimentaria en
que se manifiesta es la fe que tiene la madre en su hijo recién nacido:
en que vivirá, crecerá, caminará y hablará. Sin embargo, el desarrollo
del niño en ese sentido se produce con tal regularidad que parecería
que no es necesaria la fe para estar seguro de él. Algo distinto ocurre
con las potencialidades que pueden no desarrollarse: las de amar,
ser feliz, utilizar la razón, y otras más específicas, el talento artístico,
por ejemplo. Son las semillas que crecen y se manifiestan si se dan
las condiciones apropiadas para su desarrollo, y que pueden
ahogarse cuando éstas faltan.

De tales condiciones, una de las más importantes es que la persona
de mayor influencia en la vida del niño tenga fe en esas
potencialidades. La presencia de dicha fe es lo que determina la
diferencia entre educación y manipulación. Educación significa
ayudar al niño a realizar sus potencialidades.(La raíz de la palabra
educación es e-ducere, literalmente, conducir desde, o extraer algo
que existía potencialmente.) Lo contrario de la educación es la
manipulación, que se basa en la ausencia de fe, en el desarrollo de
las potencialidades y en la convicción de que un niño será como
corresponde sólo si los adultos le inculcan lo que es deseable y
suprimen lo que parece indeseable. No hay necesidad de tener fe en
el robot, puesto que tampoco hay vida en él.

La fe en los demás culmina en la fe en la humanidad. En el mundo
occidental, esa fe se expresa en términos religiosos en la religión
judeo-cristiana, y en lenguaje secular tiene su expresión más
poderosa en las ideas políticas y sociales humanísticas de los últimos
ciento cincuenta años. Al igual que la fe en el niño, se basa en la idea
de que las potencialidades del hombre son tales que, dadas las
condiciones apropiadas, podrá construir un orden social gobernado
por los principios de igualdad, justicia y amor. El hombre no ha
logrado aún construir ese orden, y, por lo tanto, la convicción de que
puede hacerlo necesita fe. Pero como toda fe racional, tampoco ésa
es una mera expresión de deseos, sino que se basa en la evidencia
de los logros del pasado de la raza humana y en la experiencia
interior de cada individuo en su propia experiencia de la razón y el
amor.

Mientras que la fe irracional arraiga en la sumisión a un poder que se
considera avasalladoramente poderoso, omnisapiente y omnipotente,
y en la abdicación del poder y la fuerza propios, la fe racional se basa
en la experiencia opuesta. Tenemos fe en una idea porque es el
resultado de nuestras propias observaciones y nuestro pensamiento.
Tenemos fe en las potencialidades de los demás, en las nuestras y
en las de la humanidad, porque, y sólo en esa medida, hemos
experimentado el desarrollo de nuestras propias potencialidades, la
realidad del crecimiento en nosotros mismos, la fuerza de nuestro
propio poder y del amor. La base de la fe racional es la productividad;
vivir de acuerdo con nuestra fe, significa vivir productivamente. Se
deduce de ello que la creencia en el poder (en el sentido de
dominación) y en el uso del poder constituye el reverso de la fe.
Creer en el poder que existe es lo mismo que creer en el desarrollo
de las potencialidades aún no realizadas. Es una predicción del futuro
basada únicamente en el presente manifiesto; pero resulta ser un
grave error de cálculo, profundamente irracional en su descuido de
las potencialidades y el crecimiento humanos. No hay una fe racional
en el poder. Hay una sumisión a él o, por parte de quienes lo tienen,
el deseo de conservarlo. Si bien para muchos el poder es la más real
de todas las cosas, la historia del hombre ha demostrado que es el
más inestable de todos los logros humanos. Debido a que la fe y el
poder se excluyen mutuamente, todos los sistemas religiosos y
políticos que se construyeron originariamente sobre una fe racional,
se corrompieron y, eventualmente, pierden la fuerza que pueda
quedarles, si sólo confían en el poder o se alían a él.

Tener fe requiere coraje, la capacidad de correr un riesgo, la
disposición a aceptar incluso el dolor y la desilusión. Quien insiste en
la seguridad y la tranquilidad como condiciones primarias de la vida
no puede tener fe; quien se encierra en un sistema de defensa,
donde la distancia y la posesión constituyen los medios que dan
seguridad, se convierte en un prisionero. Ser amado, y amar, requiere
coraje, la valentía de atribuir a ciertos valores fundamental
importancia -y de dar el salto y apostar todo a esos valores-.

Ese coraje es muy distinto de la valentía a la que se refirió el famoso
fanfarrón Mussolini cuando utilizó el lema «vivir peligrosamente». Su
tipo de coraje es el coraje del nihilismo. Está arraigado en una actitud
destructiva hacia la vida, en la voluntad de arriesgar la vida porque
uno es incapaz de amarla. El coraje de la desesperación es lo
contrario del coraje del amor, tal como la fe en el poder es lo opuesto
de la. fe en la vida.

¿Hay algo que deba practicarse en relación con la fe y el valor?
Indudablemente, la fe puede practicarse a cada momento. Requiere
fe criar a un niño; se necesita fe para dormirse, para comenzar
cualquier tarea. Pero todos estamos acostumbrados a tener ese tipo
de fe. Quien no la posee, sufre enorme angustia por su hijo, por su
insomnio, o por su incapacidad para realizar cualquier trabajo
productivo; o es suspicaz, se abstiene de acercarse a nadie, o es
hipocondríaco o incapaz de hacer planes a largo plazo. Mantener la
propia opinión sobre una persona, aunque la opinión pública o
algunos hechos imprevistos parezcan invalidarla, mantener las
propias convicciones aunque éstas no sean populares: todo eso
requiere fe y coraje. Tomar las dificultades, los reveses y penas de la
vida como un desafío cuya superación nos hace más fuertes, y no
como un injusto castigo que no tendríamos que recibir nosotros,
requiere fe y coraje.

La práctica de la fe y el valor comienza con los pequeños detalles de
la vida diaria. El primer paso consiste en observar cuándo y dónde se
pierde la fe, analizar las racionalizaciones que se usan para soslayar
esa pérdida de fe, reconocer cuándo se actúa cobardemente y cómo
se lo racionaliza. Reconocer cómo cada traición a la fe nos debilita, y
cómo la mayor debilidad nos lleva a una nueva traición, y así en
adelante, en un círculo vicioso. Entonces reconoceremos también
que mientras tememos conscientemente no ser amados, el temor
real, aunque habitualmente inconsciente, es el de amar. Amar
significa comprometerse sin garantías, entregarse totalmente con la
esperanza de producir amor en la persona amada. El amor es un acto
de fe, y quien tenga poca fe también tiene poco amor. ¿Es posible
decir algo más acerca de la práctica de la fe? Quizás otro podría
hacerlo; si yo fuera poeta o predicador, podría intentarlo. Pero puesto
que no soy ni lo uno ni lo otro, no puedo ni siquiera intentar decir algo
más sobre la práctica de la fe, pero estoy seguro de que cualquiera
realmente interesado puede aprender a tener fe como un niño
aprende a caminar.

Una actitud, indispensable para la práctica del arte de amar, que
hasta ahora sólo hemos mencionado de modo implícito, debe
examinarse explícitamente ahora, pues es funda mental: la actividad.
He dicho antes que actividad no significa «hacer algo», sino una
actividad interior, el uso productivo de los propios poderes. El amor
es una actividad; si amo, estoy en un constante estado de
preocupación activa por la persona amada, pero no sólo por ella.
Porque seré incapaz de relacionarme activamente con la persona
amada si soy perezoso, si no estoy en un constante estado de
conciencia, alerta y actividad. El dormir es la única situación
apropiada para la inactividad; en el estado de vigilia no debe haber
lugar para ella. La situación paradójica de multitud de individuos hoy
en día es que están semidormidos durante el día, y semidespiertos
cuando duermen o cuando quieren dormir. Estar plenamente
despierto es la condición para no aburrirnos o aburrir a los demás -y
sin duda no estar o no ser aburrido es una de las condiciones fundamentales
para amar-. Ser activo en el pensamiento, en el
sentimiento, con los ojos y los oídos, durante todo el día, evitar la
pereza interior, sea que ésta signifique mantenerse receptivo,
acumular o meramente perder el tiempo, es condición indispensable
para la práctica del arte de amar. Es una ilusión creer que se puede
dividir la vida en forma tal que uno sea productivo en la esfera del
amor e improductivo en las demás. La productividad no permite una
tal división del trabajo. La capacidad de amar exige un estado de
intensidad, de estar despierto, de acrecentada vitalidad, que sólo
puede ser el resultado de una orientación productiva y activa en
muchas otras esferas de la vida. Si no se es productivo en otros
aspectos, tampoco se es productivo en el amor.

El examen del arte de amar no puede limitarse al dominio personal de
la adquisición y desarrollo de las características y aptitudes que
hemos descrito en este capítulo. Está inseparablemente relacionado
con el dominio social. Si amar significa tener una actitud de amor
hacia todos, si el amor es un rasgo caracterológico, necesariamente
debe existir no sólo en las relaciones con la propia familia y los
amigos, sino también para con los que están en contacto con
nosotros a través del trabajo, los negocios, la profesión. No hay una
«división del trabajo» entre el amor a los nuestros y el amor a los
ajenos. Por el contrario, la condición para la existencia del primero es
la existencia del segundo. Comprender esto seriamente sin duda implica
un cambio bastante drástico con respecto a las relaciones
sociales acostumbradas. Si bien se habla mucho del ideal religioso
del amor al prójimo, nuestras relaciones están de hecho
determinadas, en el mejor de los casos, por el principio de equidad.

Equidad significa no engañar ni hacer trampas en el intercambio de
artículos y servicios, o en el intercambio de sentimientos. «Te doy
tanto como tú me das», así en los bienes materiales como en el
amor, es la máxima ética predominante en la sociedad capitalista.
Hasta podría decirse que el desarrollo de una ética de la equidad es
la contribución ética particular de la sociedad capitalista.

Las razones de tal situación radican en la naturaleza misma de la
sociedad capitalista. En las sociedades precapitalistas, el intercambio
de mercaderías estaba determinado por la fuerza directa, por la
tradición, o por lazos personales de amor o amistad. En el
capitalismo, el factor que todo lo determina en el intercambio es el
mercado. Se trate del mercado de productos, del laboral o del de
servicios, cada persona trueca lo que tiene para vender por lo que
quiere conseguir en las condiciones del mercado, sin recurrir a la
fuerza o al fraude.

La ética de la equidad se presta a confusiones con la ética de la
Regla Dorada. La máxima «haz a los demás lo que quisieras que te
hicieran a ti» puede interpretarse como «sé equitativo en tu
intercambio con los demás». Pero, en realidad, se formuló
originalmente como una versión popular del «Ama a tu prójimo como
a ti mismo» bíblico. Por cierto, la norma judeocristiana de amor
fraternal es totalmente diferente de la ética de la equidad. Significa
amar al prójimo, es decir, sentirse responsable por él y uno con él,
mientras que la ética equitativa significa no sentirse responsable y
unido, sino distante y separado; significa respetar los derechos del
prójimo, pero no amarlo. No es un accidente el que la Regla Dorada
se haya convertido en la más popular de las máximas religiosas
actuales; obedece ello a que es susceptible de interpretarse en términos
de una ética equitativa que todos comprenden y están dispuestos
a practicar. Pero la práctica del amor debe comenzar por reconocer la
diferencia entre equidad y amor.

Aquí, sin embargo, surge un importante problema. Si toda nuestra
organización social y económica está basada en el hecho de que
cada uno trate de conseguir ventajas para sí mismo, si está regida
por el principio del egotismo atemperado sólo por el principio ético de
equidad, ¿cómo es posible hacer negocios, actuar dentro de la
estructura de la sociedad existente y, al mismo tiempo, practicar el
amor? ¿No implica lo segundo renunciar a todas las preocupaciones
seculares y compartir la vida de los más pobres? Los monjes
cristianos y personas tales como Tolstoy, Albert Schweitzer y Simone
Weil han planteado y resuelto ese problema en forma radical. Otros
(Cf. el artículo de Herbert Marcuse, «The Social Implications of Psychoanalytic
Revisionism», Dissent, Nueva York, verano de 1956.)
comparten la opinión de que en nuestra sociedad existe una
incompatibilidad básica entre el amor y la vida secular normal. Llegan
a la conclusión de que hablar de amor en el presente sólo significa
participar en el fraude general; sostienen que sólo un mártir o un loco
puede amar en el mundo actual, y, por lo tanto, que todo examen del
amor no es otra cosa que una prédica. Este respetable punto de vista
se presta fácilmente a una racionalización del cinismo. En realidad,
es implícitamente compartido por la persona corriente que siente:
«me gustaría ser un buen cristiano, pero tendría que morirme de
hambre si lo tomara en serio». Este radicalismo resulta un nihilismo
moral. Tanto los «pensadores radicales» como la persona corriente
son autómatas carentes de amor, y la única diferencia entre ellos
consiste en que la segunda no tiene conciencia de serlo, mientras
que los primeros conocen y reconocen la «necesidad histórica» de
ese hecho.

Tengo la convicción de que la respuesta a la absoluta incompatibilidad
del amor y la vida «normal» sólo es correcta en un
sentido abstracto. El principio sobre el que se basa la sociedad
capitalista y el principio del amor son incompatibles. Pero la sociedad
moderna en su aspecto concreto es un fenómeno complejo. El
vendedor de un artículo inútil, por ejemplo, no puede operar
económicamente sin mentir; un obrero especializado, un químico o un
médico pueden hacerlo. De manera similar, un granjero, un obrero,
un maestro y muchos tipos de hombres de negocios pueden tratar de
practicar el amor sin dejar de funcionar económicamente. Aun si
aceptamos que el principio del capitalismo es incompatible con el
principio del amor, debemos admitir que el «capitalismo» es, en si
mismo, una estructura compleja y continuamente cambiante, que incluso
permite una buena medida de disconformidad y libertad
personal.
Con esa afirmación, sin embargo, no deseo significar que podemos
esperar que el sistema social actual continúe indefinidamente, y, al
mismo tiempo, confiar en la realización del ideal de amor hacia
nuestros hermanos. La gente capaz de amar, en el sistema actual,
constituye por fuerza la excepción; el amor es inevitablemente un
fenómeno marginal en la sociedad occidental contemporánea. No
tanto porque las múltiples ocupaciones no permiten una actitud
amorosa, sino porque el espíritu de una sociedad dedicada a la
producción y ávida de artículos es tal que sólo el no conformista
puede defenderse de ella con éxito. Los que se preocupan
seriamente por el amor como única respuesta racional al problema de
la existencia humana deben, entonces, llegar a la conclusión de que
para que el amor se convierta en un fenómeno social y no en una
excepción individualista y marginal, nuestra estructura social necesita
cambios importantes y radicales. Dentro de los límites de este libro,
sólo podemos sugerir la dirección de tales cambios. (En mi libro
Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, México, Fondo de
Cultura Económica, 1956, procuré examinar detalladamente ese problema.)
Nuestra sociedad está regida por una burocracia administrativa,
por políticos profesionales; los individuos son motivados por
sugestiones colectivas; su finalidad es producir más y consumir más,
como objetivos en sí mismos. Todas las actividades están
subordinadas a metas económicas, los medios se han convertido en
fines; el hombre es un autómata -bien alimentado, bien vestido, pero
sin interés fundamental alguno en lo que constituye su cualidad y
función peculiarmente humana-.

Si el hombre quiere ser capaz de amar, debe colocarse en su lugar
supremo. La máquina económica debe servirlo, en lugar de ser él
quien esté a su servicio. Debe capacitarse para compartir la
experiencia, el trabajo, en vez de compartir, en el mejor de los casos,
sus beneficios. La sociedad debe organizarse en tal forma que la
naturaleza social y amorosa del hombre no esté separada de su
existencia social, sino que se una a ella. Si es verdad, como he
tratado de demostrar, que el amor es la única respuesta satisfactoria
al problema de la existencia humana, entonces toda sociedad que
excluya, relativamente, el desarrollo del amor, a la larga perece a
causa de su propia contradicción con las necesidades básicas de la
naturaleza del hombre. Hablar del amor no es «predicar», por la
sencilla razón de que significa hablar de la necesidad fundamental y
real de todo ser humano. Que esa necesidad haya sido oscurecida no
significa que no exista. Analizar la naturaleza del amor es descubrir
su ausencia general en el presente y criticar las condiciones sociales

responsables de esa ausencia. Tener fe en la posibilidad del amor
como un fenómeno social y no sólo excepcional e individual, es tener
una fe racional basada en la comprensión de la naturaleza misma del
hombre.

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