La crisis de audacia.
Por Emilio Cafassi
Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@sociales.uba.ar
No será necesario volver sobre la idea de que las crisis políticas, tanto si se restringen al interior de partidos o instituciones cuanto al conjunto del sistema político de un estado-nación, erigen fuertes cuestionamientos a la legitimidad del sistema, al liderazgo de las direcciones o representantes y reclaman, con mayor o menor claridad y alternativa programática, transformaciones organizativas y político-institucionales. Es algo relativamente independiente de la magnitud de las propias crisis, que en todas sus variantes y especificidades, tienden a converger en reclamos de protagonismo directo de los actores. Y con ello a generar la resistencia conservadora de la arquitectura institucional por parte de los cuestionados, con el argumento de la imposibilidad práctica de ejercicios de toma de decisiones colectivas, inclusive en el acervo del progresismo militante o en las izquierdas. La aseveración es aplicable a una infinidad de experiencias históricas, no todas necesariamente radicales o insurreccionales, incluyendo la actual crisis política del Frente Amplio uruguayo.
Esto no tiene que llevar a una negación de las políticas sociales que intervengan activamente en el rescate de los más sumergidos y excluidos, ni mucho menos a minimizar los resultados alcanzados en materia de crecimiento del gasto social, como recientemente expuso en este diario el Ministro Olesker. La búsqueda de la máxima igualdad, debe seguir siendo un objetivo impostergable de los progresismos. No obstante, se pueden y deben llevar adelante las políticas económicas y sociales, formulando simultáneamente el interrogante sobre cuál es el tipo de ciudadanía por la que luchamos y la estructura partidaria que haga posible tanto la máxima nivelación social, cuanto la mayor democraticidad en su interior.
Subyace la idea de que “teóricamente”, la democracia directa es la forma superior de organización política, pero debido a problemas empíricos inherentes a la implementación, a la celeridad y a la efectividad en la toma de decisiones, cuando no entra en juego la manipulada acepción de cuneo leninista del “centralismo democrático”, su ejecución como forma práctica de gobierno es imposible, salvo en ámbitos minúsculos y restringidos, asociados normalmente a la realización asamblearia. Por lo tanto, funcionalmente, la democracia representativa a secas, o el centralismo democrático sin más aditamentos en lo partidario, resultaría el único camino, la “natural” forma de organización democrática. Intento contribuir a la desmitificación de esta falsa dicotomía, contraponiendo argumentos de dos órdenes disímiles. Por un lado, la redefinición de los alcances de la llamada democracia directa. Por otro, la relación entre tecnología, política y sociedad, aunque trataré hoy aquí sólo el primero.
Norberto Bobbio sostiene en su libro Estado, Gobierno y Sociedad que “bajo el nombre genérico de democracia directa se encuentran todas las formas de participación en el poder que no se resuelven en una u otra forma de representación (ni en la representación de los intereses generales o política, ni en la representación de los intereses particulares u orgánica): a) el gobierno del pueblo a través de delegados investidos de mandato imperativo y por tanto revocables; b) el gobierno de asamblea; es decir, el gobierno no sólo sin representantes irrevocables y fiduciarios sino también sin delegados; c) el referéndum”.
Creo, sin embargo, que por un lado esos institutos son más amplios y diversificados pero a la vez, que lo significativo es el nivel de democraticidad alcanzado por la sociedad y las instituciones. De forma tal que es concebible una vasta batería de variantes mixtas basadas en el realismo y la eficacia, que permitan extender el nivel de participación de los involucrados en las decisiones que los afectan o, en términos más amplios, la distribución práctica del poder de decisión. Algunas de ellas, que omitiremos en beneficio de la concisión, tuvieron algún tipo efímero de concreción a lo largo de la historia.
En el modelo republicano-representativo, sustentado en un teórico equilibrio de tres instancias de poder independientes, al modo de contrapoderes y contralores, hay un sólo espacio donde se pueden encarnar seriamente la participación, el debate y la deliberación: el parlamento. Es allí donde se encuentra la única diversidad posibilitada, a través de los partidos políticos, en esta forma moderna de democracia a secas. Pero allí también encontramos dificultades de dos órdenes: por un lado en la calidad del debate, ya que los representantes profesionalizados y corporativizados tienen improntas ideológicas predeterminadas por sus pertenencias partidarias y una escasa predisposición a interpenetrarlas con otras. Es, antes bien, un escenario en el que las direcciones partidarias dirimen fuerzas a través de la disciplina de los representantes partidizados. Por otro, por la escasa publicidad de los debates mismos, salvo en ocasiones de alto contenido polémico o trascendencia de las decisiones que se adopten. En consecuencia, el diseño institucional de la democracia representativa, basado en el principio territorial del ciudadano y el mandato no imperativo, obstruye al ciudadano el acceso a la participación política. Pero otro tanto sucede a nivel de los partidos y me reiteraré advirtiendo que si las izquierdas no logran diferenciarse en su arquitectura institucional, particularmente en lo que hace a la socialización de las decisiones y a la reducción de la brecha entre dirigentes y dirigidos, muy probablemente se debilite el atractivo electoral para ejercer el gobierno, ya que las políticas quedarían reducidas a simples aciertos en la eficacia gerencial y tecnocrática.
El sistema representativo presupone el dualismo entre sociedad civil (representados) y sociedad política (representantes). La participación del ciudadano se reduce al momento electoral, prescindiendo del conjunto de los demás momentos e instancias en que se despliega y concreta la vida de los sujetos. El ciudadano es activo sólo cuando vota, por lo tanto, es pasivo en el momento decisional que delega a los elegidos que actuarán en su nombre. Los ciudadanos con su voto, entonces, se limitan a designar a los representantes que ejercerán el poder, esto es, a los sujetos que en adelante tomarán las decisiones políticas. A lo sumo, además de designar a los dirigentes, con el voto pueden consentir una gestión del poder en vez de otra, al modo de consumidores en un supermercado según la oferta que encuentren en los anaqueles. Una vez transferido el poder por delegación se produce la escisión entre representantes y representados: ya no existirá vínculo, garantías o controles, porque el propio sistema escinde la relación. En definitiva, autonomiza a los representantes, ya que una vez designados, desaparece el vínculo jurídico con sus representados. Por lo tanto, no hay posibilidad de control del representante. Pensar en sistemas alternativos como la propia democracia directa, regímenes participativos, o cualquier otra denominación de alguna forma institucional superadora, no implica renunciar al mecanismo de la representación, sino otorgarle a ésta y al mandato conferido al representante, características radicalmente distintas. No es casual que ante la ausencia de mandato imperativo se presenten, por caso, discusiones actuales como la propia banca del senador Saravia o la tensión con el PCU a propósito de un proyecto de ley.
Pero no sólo inscribiría la temática del mandato imperativo bajo el régimen delegativo y la revocabilidad ante los electores como parte de la doctrina de la democracia directa, además de los otros institutos subrayados por Bobbio, sino también la elegibilidad de los jueces, la rotación en los cargos, la abreviación de los tiempos de los mandatos, entre tantos otros. La democracia indirecta es fruto de una construcción teórico–institucional. Para enfrentar este modelo, también se requiere de otra construcción, cuyo debate intento alentar con estas líneas. O inclusive antes de crearlo, poner en ejercicio práctico y concreto institutos que están previstos y que no han sido utilizados (algunos también en el FA, además del país) como el plebiscito, el referéndum o la iniciativa popular. O también dotar de verdadera encarnadura esqueletos institucionales, como los de la reciente creación de los municipios, el presupuesto participativo, etc.
Toda crisis requiere, además de imaginación, audacia para su superación. Y lo más audaz para los dirigentes del FA en esta coyuntura, parece ser la consulta directa a los afectados por las decisiones y verdaderos sostenes del poder: la totalidad de sus integrantes.
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